Taller Literario Despertares
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jueves, 14 de agosto de 2025
jueves, 31 de julio de 2025
527. LA GARZA : un cuento de Alejandra Kamiya
Uno de los cuentos que integran La paciencia del agua sobre cada piedra, novedad de Eterna Cadencia que ya agotó su primera edición.
https://eternacadencia.com.ar/nota/la-garza-un-cuento-de-alejandra-kamiya/4445
Por Alejandra Kamiya
Leiva
Cuando terminó de hablar, el doctor Corradini levantó una mano para tocarle el hombro a Leiva pero llegó tarde. Leiva levantó antes la suya para estrechársela al doctor, que lo miró a los ojos. Y ahí sí se encontraron y se dijeron sin palabras lo que tenían que decir. Poco y duro. Leiva no se llevó los sobres con los estudios. Dejó los sobres y también el sombrero de fieltro que parecía inseparable de él. Tampoco saludó a la secretaria del doctor ni a nadie con quien se cruzó al atravesar el pueblo.
Corradini se acercó a la ventana cuando Leiva se fue, y por primera vez pudo reírse del incidente por el cual había dejado de atenderlo hasta hacía unos meses.
Leiva, con su bota de yeso, la que el doctor le había armado cuando se cayó del techo, y la mujer de Corra- dini, con sus pequeños perros a cuestas, habían tenido la desgracia de coincidir en el consultorio y todo había terminado con uno de los perros en el aire y luego enye- sado, como si Leiva en la patada le hubiera contagiado el yeso
Leiva no se acordaba de aquello, ni de ninguno de los eventos que para el resto del pueblo eran sus anécdotas, como el cachetazo al loro de la despensa, y las distintas formas de indiferencia que Leiva había practicado con los vecinos del pueblo, excepto con Jáuregui, a quien Leiva detestaba con un ahínco que se parecía al afecto.
Pero hasta de Jáuregui se había olvidado Leiva aque- lla tarde.
Se sentó en la galería de la casa y allí se quedó. Mi- rando el campo, pero viendo las paredes de machimbre de la escuela, su vieja maestra, y el pelo negro de la hija de la casera de San Ceferino, en el banco de adelante. Él po- día olerla. Olía a flores, pero no rosas o lavandas. Flo- res que hacían que a Leiva le gustaran de repente las flores. Ella movía los dedos y la boca de un modo diferente. Y cuando creció, todo empeoró.
A los quince ya no había nada que Renata Arce hiciera como las demás. No había remedio. Todo en el cuerpo de Renata Arce era una condena para Leiva, que ya no pudo escaparse a ninguna otra mujer. Al principio intentó, como los presos que trepan los muros y caen. Luego ni eso. So- bre todo después de ver a Renata Arce pasearse con el se- ñorito de la estancia, el escritor.
Leiva se volvió entonces hacia el campo, con el que se entendía mejor que con las mujeres y la gente, y el cam- po le fue fiel y le devolvió con creces lo que Leiva le dio. Pero ni así se libró de Renata Arce, que como algunas plantas cuanto más intentaba Leiva cortarla, más crecía, y como una enredadera lo iba cubriendo por dentro y por fuera. Con veneno y en silencio. Porque no se puede lla- mar más que veneno, pensaba Leiva, a algo que enferma así al hombre desde las vísceras.
Hasta que una noche, después de varias cañas, se animó.
A caballo fue Leiva hasta San Ceferino, sin ensillar, así, borracho y a pelo.
Como si lo estuviera esperando, encontró al señorito sentado en la galería. Lo invitó un whisky y Leiva no tuvo mejor idea que aceptar y echar sobre el fuego de las cañas un poco de whisky escocés.
El señorito hablaba como si no pasara nada y Leiva lo veía hablar, y veía el atizador, y la botella de vidrio grueso, y el cuchillo que el señorito usaba para cortar el queso y el pan. Veía todo como si brillara pero no oía, como si los oídos se le hubieran vuelto hacia dentro y nada pudiera entrar. No escuchaba al señorito ni se escuchó a sí mismo cuando se levantó, abrió un poco las piernas y como si es- cupiera, habló.
No recordaba lo que dijo, las palabras salieron solas y fueron demasiadas para guardar en la memoria. Lo impor- tante fue que no se cayó a pesar de la borrachera, que le mantuvo siempre la mirada al señorito y lo llamó señorito en lugar de llamarlo por el apellido, y que cuando terminó sintió eso: que había terminado. No sabía qué, pero había terminado al fin.
El alivio le duró a Leiva varios meses.
Hasta que volvió ese día de lo del doctor Corradini y la chatura de la pampa le pareció una forma de silencio, o mejor dicho, la otra cara del silencio que él nunca había visto. Hasta los pájaros hablaban en otro idioma y entre ellos.
Leiva, sentado afuera, permanecía inmóvil, y todo se mecía en la espera.
Al tercer día se levantó y fue directo a San Ceferino. Ni llamó a la puerta, recorrió la casa como si la conocie- ra. Encontró a Renata en la cocina. El pelo negro, los ojos chinos, la fragilidad de algunas flores.
Leiva habló de pie frente a la mujer que, sentada, miraba el piso.
Leiva soltó su pregunta, tan pensada y sin embargo tan corta. Con las manos juntas, extrañando el sombrero per- dido, le preguntó a Renata Arce qué era lo que ella quería. Solo eso. “¿Qué querés, Renata? Decime”.
Ella levantó la vista y miró por la ventana. Tal vez para entonces ya estaba loca como dicen que se volvió. “Estar con las garzas”, fue la respuesta.
Los días que siguieron, Leiva se dedicó a caminar en su monte de eucaliptos, tocó los árboles con toda la palma y los miró de arriba abajo lentamente. “Una buena referen- cia para medirse”, pensó. Una montaña, el mar, son comparables a Dios, un animal, tampoco sirve. Pero un árbol, esos que estaban desde antes de que sus abuelos llegaran, o estos otros que Leiva talaba y volvía a plantar para vender eran una vara perfecta para medir una vida. Los árboles, que no fingen, no engañan, que están atados a su tierra, que no cazan ni caen presa, se parecían más a Leiva.
A los pocos días él y siete hombres más cortaron los árboles marcados, los limpiaron y los dejaron frente a la casa. Leiva los miraba como miran otras personas a un hijo.
Y lo que hizo con esos troncos blancos fue lo más ridículo que alguien hubiera hecho en ese pueblo: en la peor parte del bajo, donde uno no puede andar sin hundirse hasta las rodillas, justo ahí, clavó profundo cinco pilares. En el lado contrario a la estancia, tal vez el que más se ane- gaba. Leiva andaba de aquí para allá con unos planos de un sistema de poleas que él mismo había dibujado y tal vez inventado para llegar profundo en la tierra con los pilares. Para llegar a la seguridad que no dan el agua ni el barro.
Sobre los pilares hizo una plataforma de madera y, sobre ella, una casa. Una casa blanca a la que sorpresivamente se fue a vivir y que se le llenó de garzas. Todos en el pueblo creían que se trataba de una especie de maldición. Las gar- zas caminaban por el borde de la plataforma, rodeando la casa, trepaban al techo, espiaban por las ventanas. Algunos dijeron que el viejo, en su último delirio, las alimentaba y las criaba. Pero nadie lo creyó posible tratándose de Leiva. Lo que es cierto es que la casa parecía estar viva, en- vuelta en el movimiento blanco de las alas enormes que se cerraban y se abrían, como un montón de ángeles que juegan. El reflejo en el agua duplicaba la altura de los postes que la sostenían, y la casa parecía suspendida en el aire. Para muchos era lo más bello que habían visto hasta entonces.
Al poco tiempo Leiva empeoró y Corradini se ocupó de internarlo y de que no sufriera.
En el funeral Renata Arce estuvo sola. Leiva sonreía. Para ese entonces, el último de los dueños de San Ceferino se había suicidado con el rifle de su padre y la estancia estaba en venta.
Renata, con dos abrigos superpuestos y una sola valija, se mudó a la que ya todos llamaban “La casa de las garzas”.
Renata
Cuando se echa a rodar una espera y no se topa con aquello que ansía, la espera sigue su camino: cuesta abajo se acelera, cuesta arriba a veces muere, copia la forma del terreno que no es otro que la vida, y si la vida es completamente lisa, la espera continúa por siempre como una rueda que gira sola en el vacío.
Ocurre además que aunque sea larga es solamente una y no muchas la espera, y es por eso tal vez que no parece un exceso aunque dure una vida. La espera, de hecho, le hacía compañía a Renata. Más parecida a un gato que a un perro, la espera quieta y silenciosa, la miraba a Rena- ta hacer esto y aquello el día entero. Los días enteros, los años, que pasaban por el camino de tierra del otro lado de la tranquera, como si no se animaran a acercarse a la casa ni a Renata. Nadie venía ya a ese lugar en el que había ha- bido tanta gente, comidas de mesas largas y sogas de ropa tendida con colores de fiesta.
Y como el silencio que viene después de las fiestas, así era el silencio en el casco de San Ceferino, con ruidos pequeños: el crujir de la cama de Renata cuando se levanta- ba, el gallo, el agua hirviendo en el fuego, los pájaros, el peine que apoyaba Renata en la cómoda después de atarse el pelo, el mate siempre, a veces el viento. En verano, las chicharras. Después, durante el día, el ruido de la escoba, de los cubiertos, de las tijeras, del agua corriendo. Algunas noches, los perros, los de la casa en contrapunto con los perros que estaban lejos y tal vez ni existían.
Ya casi no se acordaba Renata de la espera y la espera misma casi no se acordaba de Augusto. El señor Augus- to, ahora. Porque cuando eran niños Renata podía decirle Augusto y después le había dicho Amor, el verano aquel. Renata y la espera, y la casa también, vivían para el hombre que nunca venía. Día tras día, una y otra vez, Augusto no venía.
Renata miraba siempre por las ventanas y abría bien las puertas. Miraba el sol llegar por un lado e irse por el otro, miraba las garzas que venían al bañado a hacerle compañía. Había una que Renata había visto crecer. Tenía un collar más bajo y oscuro y un modo de moverse que la hacía es- pecial. Renata la esperaba siempre y la garza parecía saber- lo: era la única que se acercaba a la casa. Renata comenzó a dejarle pedacitos de pescado, y cuando la garza los comía era Renata la que se sentía satisfecha. Cuando la garza no venía, Renata se llenaba de tristeza. Los días pasaban como trenzándose entre Renata, la garza y la espera, hasta que una noche llegó Augusto, de repente. La espera se esfumó y Renata ni se dio cuenta, tan atareada estaba latiéndole el corazón con fuerza todo el tiempo.
Preparó pan casero, molió café, sirvió las mermeladas que había hecho en el verano con ciruelas y duraznos del jardín, sellando los frascos con agua hirviendo. Puso el mantel azul y hortensias. Augusto le dijo que nunca lo habían tratado así.
El segundo día Augusto no desayunó. Al tercero, se había ido, sin decir nada, como nunca había dicho. Renata entendió cada palabra no dicha como no hubiese entendi- do nunca palabras de las otras. Cada día, cada detalle co- sido a un recuerdo, todo había sido en vano.
Al cuarto día recordó a su garza: recuperó la espera.
Augusto
La pampa plana y solo, muy solo, un ombú. Y como las cosas suelen explicarse unas a otras, el ombú se tornaba, por momentos, inexplicable, tan solo en la tarea de justifi- car el paisaje. Así había pensado siempre su vida Augusto: una vida desierta salvo por un libro, un libro furioso que había escrito hacía casi treinta años. Así la había pensado él, quieta como ese paisaje, hasta que su vida pareció ponerse en movimiento y adquirir de repente perspectiva: aquel li- bro único se reveló entonces lejano y de tan lejano, ajeno. Él no era un joven furioso, ni siquiera creía en las palabras del joven que había sido. La distancia había empequeñecido al ombú y la ausencia de otras obras se había esparcido por todos lados, imponiéndose como hace el vacío con quien mira la pampa. Después de aquel libro, Augusto había descubierto que el suyo no era ni el único, ni el más grande, ni el primer dolor, que las mujeres les rompen a los hombres el corazón, y que el acierto había sido creer en algo que no era verdad. “Algo en qué creer”, pensó. Augusto no tenía mujer, ni familia, ni dios.
Partió por la mañana, sin más equipaje que los cuadernos. Después de haber manejado varias horas, llegó a la casa de campo demasiado cansado para nada que no fuera tomar algo y echarse a dormir.
En su primer libro había intentado dibujar fotograma a fotograma su propia destrucción, la que finalmente no había sido tal sino una especie de resurrección. Y no hay magia más grande que una resurrección. ¿Qué queda por hacer después de algo capaz de quitarle protagonismo a la muer- te? ¿Qué escribir después de haber escrito el secreto de una resurrección? No tenía ideas acerca de lo que iba a escribir. Solo debía hacer de nuevo lo que ya había hecho una vez: convertirse en puerta, dejarse abrir, pasar y ser palabra al fin. Despertar allí y que le resultara más familiar que su propia casa, fue cálido, y ver a Renata, a pesar de que es- taba avejentada, lo hizo sentir bien. Todo en la casa estaba igual, hasta las flores en los floreros. No lo habría sor- prendido ver a su madre salir de la habitación principal, echándose el pelo hacia atrás, y sonriendo.
Augusto fue al comedor. El desayuno de hacía veinte años seguía servido en la mesa. El pan estaba fresco, el café caliente. Había dibujos de vapor flotando sobre la mesa. Lo único que había cambiado era Renata. Tenía las manos tomadas por detrás. Sí, había envejecido. “Hace mucho que nadie me trata así”, dijo Augusto, y ella sonrió.
En la habitación de atrás, el escritorio estaba contra la ventana. Los postigos abiertos. Afuera, casi adentro, el campo. Una ola de recuerdos que como cualquier ola fue achicándose y finalmente se desvaneció. Augusto miró el paisaje quieto. Tierra baja, siempre inundada y cubierta de juncos y totoras. “Tan bella como inútil”, había dicho el padre. Y Augusto había temido que hablara de la madre y no solo de la tierra. Pero no había dicho nada.
Abrió un cuaderno, y se echó hacia atrás. De nuevo, el chirriar de la silla, el ruido del padre, el chirriar de la silla al girar cuando todos se habían ido a dormir. “¿Qué hace?”, le había preguntado a su madre. Nunca se habría atrevido a preguntárselo a él. No era sobre eso que iba a escribir. Suspiró y miró su vida. Ningún recuerdo nítido. Volvió a mirarla, como una película muda una y otra vez, pero nada ocurrió. La vida plana, pampa. Apoyó la cabeza sobre una mano y estiró el otro brazo sobre el escritorio. Buscaba por dentro como quien recorre una casa vacía. El ruido hueco de sus propios pasos, la ausencia de otra voz. Eso era todo. Los recuerdos son inútiles, pensó. Como si hubiera salido de la casa vacía a andar sobre un basural, restos de cosas que habían sido era lo que cubría todo hasta donde él podía ver.
Y entonces, por la ventana frente a él, la vio: una garza. Solían ir al bajo, pero nunca tan cerca de la casa. Esta tenía un collar negro casi a la altura del pecho. Como deteni- da en el aire, echó el cuello y la cabeza ligeramente hacia atrás, adelantó el cuerpo y las larguísimas patas y las hun- dió en el agua con suavidad. Plegó un ala y luego la otra y se quedó inmóvil, como un dibujo de dos trazos de pincel. Y cuando Augusto intentó buscar una palabra para lo que sentía, la primera que se le apareció fue “amor”. Corrigién- dose, pensó que se trataba de una especie de reconciliación, y finalmente optó por llamar a aquello “belleza”, a secas. Lo que había ocurrido frente a él, o tal vez, dentro de él, era un acto de belleza. Y como la belleza despierta el deseo de capturarla, aunque fueron solo sus manos, Augusto se abalanzó sobre el cuaderno a escribir. La garza pareció estar de acuerdo: no se movió.
Cuando el cielo estuvo rosa, repetido el rosa en el bañado, y una luna tímida mostró su cara, Augusto se echó hacia atrás en la silla y dejó el lápiz sobre el escritorio.
Esa noche se sentó en la galería y pensó que la gar- za estaría dormida. “¿Cómo duerme una garza?”, pensó. “¿Se acurruca? ¿Se junta con otras garzas o se redondea sola en el nido?”.
Oyó un caballo acercarse y cuando se bajó vio que era Leiva, el de la maderera.
Parecía muy tenso y Augusto le ofreció un whisky an- tes de preguntarle qué lo traía a San Ceferino. Tenso todavía, a pesar del whisky, Leiva lo desafió a adivinar a qué había venido. Augusto dijo que solo sabía a qué había venido él mismo.
Entonces Leiva se puso de pie y habló como si hubiera entrado en erupción. Aquel hombre que Augusto creía de pocas palabras e ideas, le habló de coraje, de hombría, de lo que sirve y lo que no, de cómo y por qué se capa a un toro, de que la nobleza de la madera se ve en la talla, de los claveles del aire y las cuscutas y otras plantas parásitas, de que en la naturaleza hay leyes y si hay leyes, dijo, hay delitos y debería haber penas.
Augusto no respondió o no necesitó hacerlo porque Leiva se fue, pero esa noche no pudo dormir. Él era un hombre que escribe. Esa era su función. “Soy un hombre que escribe”, repetía. La garza escrita era la prueba. Soy un hombre que escribe. Pensando esto se durmió.
Al día siguiente vio de lejos a Renata junto al desayu- no y fue directo a sus cuadernos. Leyó de pie, sin levantar los cuadernos del escritorio, y solo después de leer se dejó caer en el sillón. “¿Como un dibujo de dos trazos de pincel?”. Basura. La garza no estaba ahí, no estaba su belleza, su modo de mover las alas como si en lugar de estar en el aire estuviera en el agua, su modo inmóvil tan parecido a un secreto. No había en las palabras nada de la garza.
Entonces miró por la ventana y la vio. La garza estaba allí, bellísima, ofreciéndose de nuevo.
Augusto la miró en silencio un tiempo quieto. Con la cabeza entre las manos, la miró hasta que ya no nece- sitó mirarla para verla. Escribió un párrafo que borró, y otro, y borró de nuevo. Sentado en la silla de madera de su padre vio frente a él el cambio de colores del cielo, del celeste luminoso con nubes todas diferentes a una mezcla enloquecida de anaranjado y violeta y azules oscuros y extraños. Vio a la garza levantar vuelo sin dejar tras de sí nada, llevándose consigo la posibilidad de la belleza, de lo que es verdad y por eso es bueno.
Esa noche no cenó. Después de todo, había tenido algo en qué creer, la posibilidad de escribir, y bastó un intento como un disparo para hacerla desaparecer. La posibilidad con la que Augusto había vivido y dormido treinta años. Aquello con lo que uno vive y sobre lo que va apoyando sin saber las horas se vuelve a la larga y en silencio una forma de fe.
Dio vueltas en la cama y se levantó antes que Renata y el sol. Buscó en el armero y cargó el rifle inglés. “Este no falla”, le había dicho el padre. Recordaba cómo hacerlo. Los recuerdos se habían vuelto útiles.
Ella llegó puntual. Se detuvo en el aire, elegante acomodó el cuerpo, replegó un ala, la otra, hundió las patas en el espejo sin romperlo. Augusto se acercó lentamente. Ella parecía esperarlo, mansa. Él apuntó, ella volvió su delgada cabeza hacia él, como si lo mirara. El tiro partió la tierra y el tiempo. Empujada hacia atrás ella dejó una estela blan- ca de luz. El agua se tiñó de rojo y ella se hundió suave, siempre suave, en el espejo. Augusto no se acercó, volvió a la casa y escuchó a Renata en la cocina.
Cuando se fue no se llevó los cuadernos sino el rifle.
Solo el rifle.
Alejandra Kamiya
martes, 8 de julio de 2025
526. ANTONIO PORCHIA (1885-1968) VOCES, ALGUNOS POEMAS DE SU ÚNICO LIBRO PUBLICADO
Antonio Porchia (Conflenti, Catanzaro, Calabria, 13 de noviembre de 1885 – Vicente López, Buenos Aires, 9 de noviembre de 1968) fue un poeta italo-argentino autor de un único libro publicado titulado Voces.
https://www.isliada.org/poetas/antonio-porchia/
Voces nuevas
Has venido a este mundo que no entiende
nada sin palabras, casi sin palabras.
Dios le ha dado mucho al hombre;
pero el hombre quisiera algo del hombre.
La tierra tiene lo que tú levantas de la tierra.
Nada más tiene.
Me ves cuando me tocas: cuando no debieras verme.
Sí, eso es el bien: perdonar el mal.
No hay otro bien.
El hombre vive midiendo, y no es medida de nada.
Ni de sí mismo.
Iría al paraíso, pero con mi infierno; solo, no.
A veces creo que el mal es todo
y que el bien es sólo un bello deseo del mal.
Creías que destruir lo que separa era unir.
Y has destruido lo que separa.
Y has destruido todo.
Porque no hay nada sin lo que separa.
Quieren que me haga diferente.
Y sin ellos hacerse diferentes y sin nada
hacerse diferente.
¿Y de qué me haría diferente?
Para que tu tristeza muda no oyese mis palabras,
te hablé bajito.
La humanidad no sabe ya adonde ir,
porque nadie la espera: ni Dios.
(Kosovo)
Antes de…
Antes de recorrer
mi camino,
yo era mi camino
Cuando…
Cuando yo muera
no me veré morir,
por primera vez.
El ir…
El ir derecho
acorta las distancias
y también la vida.
Se me abre…
Se me abre una puerta, entro
y me hallo con cien puertas
cerradas.
La verdad
La verdad tiene muy pocos amigos
y los muy pocos amigos que tiene
son suicidas.
En el sueño…
En el sueño eterno, la eternidad
es lo mismo que un instante.
Quizá yo vuelva
dentro de un instante.
Si no…
Si no levantas los ojos,
creerás que eres
el punto más alto.
Vengo de…
Vengo de morirme,
no de haber nacido.
De haber nacido me voy.
lunes, 25 de noviembre de 2024
525. EL TANGO... ESA POESÍA BAILADA
El tango…esa poesía bailada.
http://www.revistadeartes.com.ar/xvii_tango_esa_poesia_bailada.html
Por David Ghelman
Poesía bailada, sí. Cantada, sufrida, gozada con movimientos intensos del alma y del cuerpo danzando, entre otras cosas…
El tango expresa, básicamente, la relación de una persona con sus propios afectos, ilusorios, enfrentados con la realidad “que es cruel y es mucha” y la presencia del otro, o de la otra, con las alternativas que ese encuentro-desencuentro genera.
Pero qué dice el tango, bailado primero en el golpeteo o tarareo en algún boliche del Buenos Aires que lo vio nacer, que a tantos hombres y mujeres vio sufrir. Porque el tango llega a transformarse en una persona con la que se dialoga en cuerpo y alma. El personaje adquiere diferentes nombres: Morocha, Milonguita, Galleguita, Ivette, Muñequita, Porteñito, Don Juan, Patotero sentimental, Taita …
El tango es la danza poética de las diferentes emociones que las relaciones del dos por cuatro (métrica musical del tango) transforma en un dos por dos… o un dos por tres, o en un uno solo, o en un cuatro por cuatro… Pero, mejor, veamos qué dicen, sobre la relación de a dos o de a tres, los poetas que le dieron vida.
Escuchemos a “La morocha” (1905) cuando dice, describiéndose a si misma:
“Yo soy la morocha,
la más agraciada,
la más renombrada
de esta población.
(…)
Yo soy la morocha
de mirar ardiente,
la que en su alma siente
el fuego de amor”.
Así, ¿quién no va a querer a la Morocha?… Y, si además se gana el titulo de “La milonguera” (1915), nos va a decir:
“Soy milonguera, me gusta el tango,
y en los bailongos me se lucir.
Hago unos cortes...y unas quebradas...
y unas sentadas que son así!”
Y ¿cómo el taita diquero no se va a sentir conmovido por la presencia de una mina así con la cual se dedicaba a bailar? Es igual que el tipo del gotan “El 13” (1930) que decía así:
“¡Qué lindo es bailar
un tango dormilón,
gozar, soñar, vivir, sentir
las vibraciones del corazón! “
Claro, esto ¿a quién no le gusta?… Pero trae sus consecuencias, sin dudas.
Y en “El viejo rincón” (1925) se conocieron, sí, justito allí, en el…
“Viejo rincón de mis primeros tangos
donde ella me batió que me quería;
guarida de cien noches de fandango
que en mi memoria viven todavía…”
Y después de la milonga ¿qué hacer?... Bueno, con el corazón ardiente y las vibraciones del corazón ¿adónde ir?... Sin dudas: “Al bulín de la calle Ayacucho” (1923)
“El bulín de la calle Ayacucho
que en mis tiempos de rana alquilaba”…
O, mejor, al que estaba “A media luz” (1925)
“Corrientes tres - cuatro - ocho,
segundo piso, ascensor.
No hay porteros, ni vecinos,
adentro, cocktail y amor...
Pisito que puso Maple,
piano, estera y velador,
un telefón que contesta,
una vitrola que llora
viejos tangos de mi flor
y un gato de porcelana
pa' que no maúlle de amor.
¡Y todo a media luz,
qué brujo es el amor!
A media luz los besos,
a media luz los dos.
Y todo a media luz,
crepúsculo interior.
¡Qué suave terciopelo
la media luz de amor!”
¡Cuánta poesía sintetizada en una frase!
La relación sigue y claro, a veces las cosas no funcionan como uno quiere, entonces viene el replanteo… como relata “El malevaje” (1928)
“Decí, por Dios qué me has dado
que estoy tan cambiao,
no sé más quién soy?
El malevaje extrañao,
me mira sin comprender…
Me ve perdiendo el cartel
de guapo que ayer
brillaba en la acción…
No ves que estoy embretao,
vencido y maniao, en tu corazón”…
Me parece una buena definición de Amor.
Cuando una persona se enamora, se producen cambios evidentes…. Así nos pueden llegar a decir “Che, ¿qué te anda pasando…estás enamorao?” El amor se ve, (lo ven los otros, claro) además de sentirlo uno.
Pero no siempre salen las cosas del amor como uno quiere… Y ella empieza con las recriminaciones… Veamos qué dice “Qué calamidad” (1925)
“Mientras yo me la paso planchando,
te arreglo la ropa y limpio el bulín,
estirao a lo largo de la cama
como un atorrante, tranquilo, dormís.
Si te hablo, te haces el cabrero,
pedís unos mates, te vas pal café,
pa que sepan tus cuatro amigotes…
que a vos no te manda ninguna mujer…
Si a lo menos me engrupieras
y en tu pecho guardaras pa mí,
un cachito de cariño
que es lo menos que puedo pedir….”
¡Mm!... parece que la relación está empezando a entrar en crisis… Claro, él era “El taita del arrabal” (1922)
“Era un malevo buen mozo
de melena recortada;
las minas le cortejaban
pero él las trataba mal.
Era altivo y le llamaban
el Taita del Arrabal.
Pero un día la milonga
lo arrastró para perderlo:
usó corbatita y cuello,
se emborrachó con pernot,
y hasta el tango arrabalero
a la francesa bailó.
La linda vida antigua
por otra abandonó
y cuando acordarse quiso
perdido se encontró.”
Y así ella, entre sollozos, expresaba su dolor …”Julián” (1924)
“Yo tenía un amorcito
que me dejo abandonada
y en mis horas de tristeza
lo recuerdo en el alma.
Era un tigre para el tango,
envidia del cabaret,
Pero un día, traicionero,
tras de otra se me fue…
¿Por qué me dejaste,
mi lindo Julián?
Tu nena se muere
de pena y afán…
En aquel cuartito
nadie más entró,
y paso las noches
llorando tu amor…”
Y el tiempo sigue andando, y en algún recodo de la vida el “Patotero Sentimental” (1922) se expresaba así:
“Patotero,
rey del bailongo,
patotero,
sentimental.
Escondés bajo tu risa
muchas ganas de llorar.
Ya los años
se van pasando
y en mi pecho
no entró un querer.
En mi vida tuve minas, muchas minas
pero nunca una mujer...
Cuando tomo dos copas de más,
en mi pecho comienza a surgir
el recuerdo de aquella fiel mujer
que me quiso de verdad,
y yo, ingrato, abandoné.
De su amor me burlé sin mirar
que pudiera sentirlo después,
sin saber
que los años al correr
iban, crueles, a amargar
a este rey del cabaret.
¡Pobrecita!
¡Cómo lloraba
cuando ciego
la eché a rodar...!
La patota me miraba
y... ¡no es de hombre el aflojar!
Patotero
rey del bailongo,
de ella siempre
te acordarás.
Hoy ríes... pero tu risa
¡sólo es ganas de llorar!.”
Y así, el tipo deprimido, se fue a caminar, recordando… (Caminito) (1926)
“Caminito que el tiempo ha borrado,
que juntos un día nos viste pasar
he venido por ultima vez
he venido a contarte mi mal…”
Y así, a Caminito van los que quieren contarle su mal… y cada uno seguramente tiene su propio Caminito... Pero no sólo sufre él, la percanta también se las tuvo que arreglar como pudo, y a Milonguita (1920) alguien le dice:
“¿Te acordás, Milonguita? Vos eras
la pebeta más linda 'e Chiclana,
la pollera cortona y las trenzas,
y en las trenzas un beso de sol.
Y en aquellas noches de verano,
¿qué soñaba tu almita, mujer,
al oír en la esquina algún tango
chamuyarte bajito de amor?... “
Entonces, la mina, reponiéndose de su depresión, empezaba a decirle a su vieja: “Mama yo quiero un novio” (1928)
“Mama, yo quiero un novio
que sea milonguero, guapo y compadrón,
que no se ponga gomina
ni fume tabaco inglés,
que pa' hablar con una mina
sepa el chamuyo al revés.
Mama, si encuentro ese novio
juro que me pianto aunque te enojés.”
Y asi fue nomás, empezó la búsqueda de su nuevo proyecto de vida… y terminó transformándose en “Muñeca Brava” (1928)
“Che, Madam, que parlas en francés
Y tirás el dinero a dos manos,
que cenás con champán bien frappé
y en el tango enredas tu ilusión,
Sos un biscuit de pestañas muy arqueadas
Muñeca brava bien cotizada…”
Mientras, el tipo escuchaba a un amigo que le decía: “Seguí mi consejo” (1928)
“Rechiflate del laburo, no trabajes pa los ranas,
Tirate a muerto y vivila como vive un bacán
Cuidate del surmenage, dejate de hacer macanas,
Dormila en colchon de plumas y morfala con champan…”
Entonces él, en esa búsqueda de superar su crisis afectiva, creyó que valía la pena dedicarse a los pingos de “Palermo” (1929)
“¡Maldito seas Palermo!
Me tenés seco y enfermo,
mal vestido y sin morfar,
porque el vento los domingos
me patino con los pingos
en el Hache(hipódromo) Nacional…”
Uno a veces toma el camino equivocado… Así él se gastó la guita en los burros, aumentando su desilusión… Ella, ya con más experiencia, aunque no con más suerte, se avivó y terminó diciendo en “Qué vachaché” (1926)
“Piantá de aquí, no vuelvas en tu vida.
Ya me tenés bien requeteamurada.
No puedo más pasarla sin comida
ni oírte así, decir tanta pavada.
¿No te das cuenta que sos un engrupido?
¿Te creés que al mundo lo vas a arreglar vos?
¡Si aquí, ni Dios rescata lo perdido!
¿Qué querés vos? ¡Hacé el favor!.”
Y ella perseveró, y en un día de esos, inesperados, el taita la vio, pero acompañada… “La he visto con otro” (1926)
“La he visto con otro
pasearse del brazo...
Mis ojos lloraron
de pena y dolor.
En cambio, en su cara
sus negros ojazos reían
contentos de dicha y amor.
Recuerdo que en mis brazos
llorando me decía:
Serán pa' siempre tuyas
mi vida y mi pasión... “
Evidentemente, los amores pueden no ser eternos, pero siempre aparece, a la vuelta de la esquina, un amor inesperado que repara al anterior…
Cuando no es así, él y ella reflexionan como en “Pobre corazón mío” (1926)
“Cotorro que alegrabas
las horas de mi vida,
hoy siento que me muero
de angustia y de dolor.
Vivir sin la esperanza
de la mujer querida...
Sentir la herida abierta,
sangrando el corazón.
¡Si aún conserva el piso
la marca de las huellas
que en noches no lejanas
dejaba al taconear!... “
Claro, muchos recuerdos son similares en los dos, más allá de cómo siguieron con su vida o de cómo la vida siguió con ellos… Y ante la caída de los años encima de uno, aparecen las reflexiones “Tiempos viejos” (1926)
“¿Te acordás, hermano? ¡Qué tiempos aquéllos!
Eran otros hombres más hombres los nuestros.
No se conocían cocó ni morfina,
los muchachos de antes no usaban gomina.
¿Te acordás, hermano? ¡Qué tiempos aquéllos!
¡Veinticinco abriles que no volverán!
Veinticinco abriles, volver a tenerlos,
si cuando me acuerdo me pongo a llorar.“
Y así, a fuerza de reflexionar, aparece la filosofía exquista evaluando la realidad cotidiana en “Yira Yira” (1929)
“Cuando la suerte qu' es grela,
fayando y fayando
te largue parao;
cuando estés bien en la vía,
sin rumbo, desesperao;
cuando no tengas ni fe,
ni yerba de ayer
secándose al sol;
cuando rajés los tamangos
buscando ese mango
que te haga morfar...
la indiferencia del mundo
-que es sordo y es mudo-
recién sentirás.”
Y llega un punto en el que el tipo pide explicaciones, entonces pregunta “¿Qué sapa, Señor” (1931)
“La tierra está maldita
y el amor con gripe, en cama.
La gente en guerra grita,
bulle, mata, rompe y brama.
Al hombre lo ha mareao
el humo, al incendiar,
y ahora, entreverao,
no sabe dónde va.
Voltea lo que ve
por gusto de voltear,
pero sin convicción ni fe.
Hoy todo Dios se queja
y es que el hombre anda sin cueva,
volteó la casa vieja
antes de construir la nueva...
Creyó que era cuestión
de alzarse y nada más,
romper lo consagrao,
matar lo que adoró,
no vio que a su pesar
no estaba preparao
y él solo se enredó
al saltar.”
En fin, el tango es la vida misma bailada, cantada, vivida en un bulín mistongo del arrabal, en el Palais Royal, o en cualquier lugar del mundo.
Cómo no va a ser universal el tango… si nació con Adán y Eva. Lástima que ellos no lo tuvieron al extraordinario Aníbal Troilo, que tanto se quejaba con su bandoneón…
=>Para escuchar los tangos mencionados, recomendamos ver www.todotango.com
RECOPILACION E INFORMACION
Letras de Tango (Selección 1897-1981) en Edicion de José Gobello – Ediciones Nuevo Siglo - Biblioteca de la Cultura Argentina,(1997) dirigida por Dr. Pedro Luis Barcia.
“La morocha” (1905)Letra de Angel Villordo, música de Enrique Saborido
“La Milonguera” (1905) Letra y música de Vicente Greco
“El 13” (1930) Letra Angel G. Villordo para el tango El 13, de Alberto Spatola
“El viejo rincón (1925) Letra de Roberto L. Cayol. Musica de Raul de los Hoyos
“El bulin de la calle Ayacucho (1923)” Letra de Celedonio Esteban Flores. Musica de José Servidio.
“A media luz” (1925) Letra de Carlos Cesar Lenzi. Musica de Eduardo Donato.
“El malevaje” (1928) Letra de Enrique Santos Discépolo. Musica Juan de Dios Filiberto.
“Que calamidad” (1925) Letra Mariano Contursi. Música Bernardino Terés.
“El taita del arrabal” (1922) Letra Luis Bayon Herrera y Manuel Herrero. Musica José Padilla
”Julian” (1924)Letra Jose Luis Panizza. Música Edgardo Donato.
“El patotero Sentimental” (1922) Letra Manuel Romero. Musica Manuel Jovés.
”Caminito” (1926) Letra Gabino Coria Peñaloza. Música de Juan de Dios Filiberto.
“Milonguita (1920) Letra Samuel Linning. Musica Enrique Delfino.
“Mama yo quiero un novio” (1928) Letra Roberto Fontaina. Música Ramon Collazo.
“Muñeca Brava” (1928) Letra Enrique Cadícamo. Musica Luis Visca.
“Palermo” (1929) Letra Juan Villalba y Hermindo Braga. Música Enrique Delfino.
“Que va cha ché” (1926) Letra y Musica de Enrique Santos Discepolo.
“La he visto con otro” (1926) Letra Pascual Contursi. Musica Antonio Scatasso.
“Pobre corazón mio” (1926) Letra Pascual Contursi. Música Antonio Scatasso.
“Tiempos viejos” (1926) Letra Manuel Romero. Musica Francisco Canaro
“Yira Yira” Letra y Musica de Alfredo Santos Discépolo.
“¿Que pasa, Señor?” (1931) Letra y Musica de Alfredo Santos Discépolo.
martes, 1 de octubre de 2024
524. EL GRAFÓGRAFO - minicuento de Salvador Elizondo
Salvador Elizondo Alcalde (mexicano, 19 de diciembre de 1932-29 de marzo de 2006)
EL GRAFÓGRAFO
a Octavio Paz
Salvador Elizondo
Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaría escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo.
El grafógrafo es una recopilación de cuentos pertenecientes al escritor mexicano Salvador Elizondo publicada en 1972. El título viene de uno de los cuentos, el cual es una reflexión sobre la escritura misma, pensaba el autor que Lavista, Paulina. «En voz de Salvador Elizondo - Presentación». «es un texto del cual no se puede ir más allá».
Salvador Elizondo fue un autor que perteneció a la vanguardia literaria,1 y es este libro de cuentos una muestra con lo más pulido de su experimentación artística en la literatura.
523. ALGUNOS MINICUENTOS DE MARCO DENEVI (argentino, 13/05/1920 - 12/12/1998)
Adán y Eva
Recordando lo que él hizo con el amor de Dios, Adán siempre recelará del amor de Eva.
Desastroso fin de los tres Reyes Magos
(Mateo, 2, 16).
Camino de regreso a sus tierras, los tres Reyes Magos oyeron a sus espaldas el clamor de la Degollación. Más de una madre corrió tras ellos, los alcanzó y los maldijo. De todos modos la noticia se propagó velozmente. Marcharon entre puños crispados y sordas recriminaciones de hombres y mujeres. En una encrucijada vieron a José y a María que huían a Egipto con el Niño. Cuando llegaron a sus respectivos países los mató el remordimiento.
Don Quijote cuerdo
El único momento en que Sancho Panza no dudó de la cordura de don Quijote fue cuando lo nombraron (a él, a Sancho) gobernador de la ínsula Barataria.
Dulcinea del Toboso
Vivía en El Toboso una moza llamada Aldonza Lorenzo, hija de Lorenzo Corchuelo y de Francisca Nogales. Como hubiese leído novelas de caballería, porque era muy alfabeta, acabó perdiendo la razón. Se hacía llamar Dulcinea del Toboso, mandaba que en su presencia las gentes se arrodillasen y le besaran la mano, se creía joven y hermosa pero tenía treinta años y pozos de viruelas en la cara. Se inventó un galán a quien dio el nombre de don Quijote de la Mancha. Decía que don Quijote había partido hacia lejanos reinos en busca de lances y aventuras, al modo de Amadís de Gaula y de Tirante el Blanco, para hacer méritos antes de casarse con ella. Se pasaba todo el día asomada a la ventana aguardando el regreso de su enamorado. Un hidalgo de los alrededores, un tal Alonso Quijano, que a pesar de las viruelas estaba prendado de Aldonza, ideó hacerse pasar por don Quijote. Vistió una vieja armadura, montó en su rocín y salió a los caminos a repetir las hazañas del imaginario don Quijote. Cuando, confiando en su ardid, fue al Toboso y se presentó delante de Dulcinea, Aldonza Lorenzo había muerto.
El precursor de Cervantes
Vivía en El Toboso una moza llamada Aldonza Lorenzo, hija de Lorenzo Corchelo, sastre, y de su mujer Francisca Nogales. Como hubiese leído numerosísimas novelas de estas de caballería, acabó perdiendo la razón. Se hacía llamar doña Dulcinea del Toboso, mandaba que en su presencia las gentes se arrodillasen, la tratasen de Su Grandeza y le besasen la mano. Se creía joven y hermosa, aunque tenía no menos de treinta años y las señales de la viruela en la cara. También inventó un galán, al que dio el nombre de don Quijote de la Mancha. Decía que don Quijote había partido hacia lejanos reinos en busca de aventuras, lances y peligros, al modo de Amadís de Gaula y Tirante el Blanco. Se pasaba todo el día asomada a la ventana de su casa, esperando la vuelta de su enamorado. Un hidalgüelo de los alrededores, que la amaba, pensó hacerse pasar por don Quijote. Vistió una vieja armadura, montó en un rocín y salió a los caminos a repetir las hazañas del imaginario caballero. Cuando, seguro del éxito de su ardid, volvió al Toboso, Aldonza Lorenzo había muerto de tercianas1.
1. Tercianas: Fiebre intermitente cuyos accesos se repiten cada tres días.
La bella durmiente del bosque y el príncipe
La Bella Durmiente cierra los ojos pero no duerme. Está esperando al príncipe. Y cuando lo oye acercarse, simula un sueño todavía más profundo. Nadie se lo ha dicho, pero ella lo sabe. Sabe que ningún príncipe pasa junto a una mujer que tenga los ojos bien abiertos.
Silencio de sirenas
Biografía
Marcos Denevi nació el 13 de mayo de 1920 en Sáenz Peña, una localidad bonaerense que actualmente pertenece al partido de Tres de Febrero, aunque en esa fecha formaba parte del Partido de General San Martín.
Denevi cursó la secundaria en el Colegio Nacional de Buenos Aires y luego estudió Derecho.
Irrumpió en la literatura cuando tenía ya más de 30 años: Rosaura a las diez, gana en 1955 el Premio Kraft y la novela se convierte de inmediato en un gran éxito que, más tarde, sería llevado al cine.
Dos años después incursiona en el teatro con Los expedientes, estrenada en el Teatro Cervantes, y con la que obtuvo el Premio Nacional de Teatro. Aunque escribiría algunas otras obras dramáticas, Denevi dijo haberse dado cuenta de que no tenía otras condiciones para el teatro que las propias del espectador de obras ajenas,2 y acabó abandonando este género literario.
Cuentista, Denevi obtuvo en 1960 el premio de la revista Life en español por su relato Ceremonia secreta, que fue traducido a varios idiomas, incluyendo el inglés, francés, japonés e italiano, y adaptado cinematográficamente en 1968 en el Reino Unido.
Sobre su estilo se ha escrito que "elementos característicos de las obras de este «ejercitador de las letras» -como alguna vez él mismo se ha definido-, siempre admirablemente bien construidas, son los personajes que bordean lo estrafalario cuando no incurren de lleno en ello, la ambigüedad de la percepción y el conocimiento, el predominio de la intriga y un humor que tiende al negro".3
Practicó el periodismo político a partir de 1980, que le proporcionó, según confesaría, "las mayores felicidades en su oficio de escritor".2 En 1990 fue presidente honorario del Consejo de Ciudadanos, entidad que promovió para incentivar la inquietud cívica.
En 1994 recibió el Premio Konex - Diploma al Mérito en la categoría Novela: Quinquenio 1984 - 1988.4
Fue miembro de la Academia Argentina de Letras a partir de 1997,5 donde ocupó el sillón N.º 13: «José Hernández».6
Aunque se presentó él mismo a solo dos premios —los citados Kraft y Life— recibió otros galardones, como el Argentores 1962 por El cuarto de la noche o el de la Comisión de la Manzana de las Luces.
Obra
Novela
Rosaura a las diez (1955, Guillermo
Ceremonia secreta (1960, Corregidor)
Un pequeño café (1966, Calatayud)
Parque de diversiones (1970, Emecé)
Los asesinos de los días de fiesta (1972, Emecé)
Manuel de Historia (1985, Corregidor)
Enciclopedia secreta de una familia argentina (1986, Sudamericana)
Música de amor perdido (1990, Corregidor)
Nuestra señora de la noche (1997, Corregidor)
Una familia argentina (1998, Sudamericana)
Cuentos
Falsificaciones (1966, EUDEBA, microrrelatos)7
El emperador de la China y otros cuentos, Librería Huemul, Buenos Aires, 1970
Hierba del cielo (1973, Corregidor)8
Araminta, o el poder: el laurel y siete extrañas desapariciones (1982, Crea)
Furmila, la hermosa (1986, Ediciones de Arte Gaglianone, cuento infantil)
El jardín de las delicias. Mitos eróticos (1992, Corregidor)
El amor es un pájaro rebelde (1993, Corregidor)
Noche de duelo, casa del muerto (1994, Brami Huemul)
Ceremonias secretas: relatos (1996, Alianza)
Cuentos selectos (1998, Corregidor)
Música de amor perdido y nueve relatos (2010, Marenostrum)
Teatro
Los expedientes (1957, Talía)
El emperador de la China (1959, Catalayud-DEA)
El cuarto de la noche (1962, Catalayud-DEA)
Los perezosos (1970)
El segundo círculo o El infierno de la sexualidad sin amor (1970)
Un globo amarillo (1970)
Fatalidad de los amantes (1974)
Otros
Correspondencia (1972, Imprenta Iglesias, en coautoría con Nana Gutiérrez)
Salón de lectura (1974, Librería Huemul, cuento, poesía y teatro)
Los locos y los cuerdos (1975, Librería Huemul, cuento, poesía y teatro)
Robotobor (1980, Editorial Crea, infantil con ilustraciones de Antonio Berni)
Páginas de Marco Denevi (1983, Celtia)
Obras completas (1985, Corregidor)
La República de Trapalanda (1989, Corregidor, ensayo)
Juan Nielsen, retrato de un maestro (1998, Unilat, biografía)
Un perro (2006, Media vaca, infantil)
Adaptaciones
Mario Soffici llevó a la pantalla grande, en 1958 y con el mismo título, Rosaura a las diez, película en la que destacaron los actores Susana Campos y Juan Verdaguer. Denevi colaboró en el guion del filme Los acusados (1960) dirigido por Antonio Cunill.
El director de cine estadounidense Joseph Losey filmó en 1968 una versión del cuento Ceremonia secreta, al que conservó, en inglés, su título original: Secret Ceremony. El elenco estuvo compuesto por actores muy reconocidos: Elizabeth Taylor, Robert Mitchum y Mia Farrow.9
En 1976 los productores Oscar Belaich y Germán Klein interesaron al escritor en un ciclo para televisión de género policial. Denevi exhumó entonces a un personaje de Rosaura a las diez, el inspector Baigorri, y ubicó la acción en la década de 1930. Estaba estructurada en bloques y cada episodio duraba una hora y media en cuyo tramo final tenía lugar la solución de un enigma. El comisario Plácido Donato proveía material tomado de crónicas de la Policía Federal Argentina, la dirección estaba a cargo de Martín Clutet y la protagonizaba José Slavin. Tras dieciséis episodios del programa, que se tituló División Homicidios, Denevi se cansó del ritmo impuesto por la producción y fue reemplazado por la escritora María Angélica Bosco y el propio Donato.
La novela Los asesinos de los días de fiesta fue adaptada al cine por el italiano Damiano Damiani con el mismo título, pero en español se le dio el de Ángeles de negro (el internacional fue Killers on Holiday). El estreno mundial fue en España, el 17 de junio de 2002, con la actuación de Carmen Maura.10
martes, 10 de septiembre de 2024
522- LAS 5 PARTES DE UN POEMA
Por Tomás Muriel Filólogo y profesor de español.
Doctorando en Estudios Lingüísticos y Literarios.
Un poema es una composición literaria escrita generalmente en verso. Pertenece al género lírico (o poético), por lo que es subjetivo al ser el medio utilizado por el poeta para expresar sus sentimientos, emociones o estado de ánimo.
Los elementos más característicos de un poema son: el título, el verso, la métrica, la rima y la estrofa.
Título
El título es el nombre que el autor le pone al poema. Por ejemplo:
«Amor constante, más allá de la muerte» (Quevedo)
«Claridad lunar» (Miguel Ángel Asturias)
Si el autor no le pone título, al poema se lo conoce por el primer verso, como en el siguiente poema («Hombres necios que acusáis»):
Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis [...]
Sor Juana Inés de la Cruz , «Hombres necios que acusáis» (1689)
Verso
El verso es la manera por excelencia de escribir un poema, aunque también hay poemas en prosa (menos frecuentes).
Conocemos por verso a cada una de las líneas de texto que forman un poema. El siguiente poema tiene cuatro versos:
¡No me admiró tu olvido! Aunque de un día
me admiró tu cariño mucho más,
porque lo que hay en mí que vale algo,
eso... ¡ni lo pudiste sospechar!
Gustavo Adolfo Bécquer, «Rima XXXV» (1871)
Métrica
Los versos tienen una extensión, que es lo que se conoce como métrica. Esta extensión se mide por su número de sílabas.
En función del número de sílabas, se distingue entre versos «de arte menor» (hasta ocho sílabas) y «de arte mayor» (más de ocho). Los más usados en español son:
De arte menor: tetrasílabos (4 sílabas), pentasílabos (5), hexasílabos (6), heptasílabos (7) y octosílabos (8).
De arte mayor:eneasílabos (9 sílabas), decasílabos (10) endecasílabos (11) y dodecasílabos (12)
Sin embargo, hay fenómenos (sinalefa, hiato, sinéresis o diéresis, entre otros) que modifican el número de sílabas al unirlas o separarlas según las percibimos.
Por ejemplo, el siguiente primer verso de «Tu risa», de Pablo Neruda, tiene siete sílabas: las marcadas en negrita cuentan como una sola (sinalefa): Quí-ta-me el-pan-si-quie-res.
Rima
La rima es la coincidencia de sonidos entre los finales de los versos. Dichos sonidos deben coincidir a partir de la sílaba tónica de la última palabra del verso.
Según la equivalencia de sonidos, la rima puede ser:
Asonante: si solo coinciden las vocales
Consonante: coinciden las vocales y consonantes
Dependiendo de cómo riman los versos entre sí, existen los siguientes tipos:
Abrazada: riman los versos 1-4 y 2-3 (ABBA)
Cruzada o alterna: riman los versos 1-3 y 2-4 (ABAB)
Pareada: riman los versos 1-2 y 3-4 (AABB)
Continua: todos tienen la misma rima (AAAA)
Los versos que no riman se llaman libres o sueltos
Ejemplo de rima asonante y cruzada. En los finales de los versos 1 y 3 solo coinciden las vocales (-frida, -icas), al igual que en los versos 2 y 4 (amor, -ción)
Fontefrida, Fontefrida, (A)
Fontefrida y con amor, (B)
do todas las avecicas (A)
van tomar consolación [...] (B)
Romance anónimo
Ejemplo de rima consonante y abrazada. Los finales de los versos 1 y 4 coinciden completamente (-entos), al igual que los de los versos 2 y 3 (-eño).
Varia imaginación que, en mil intentos, (A)
A pesar gastas de tu triste dueño (B)
La dulce munición del blando sueño, (B)
Alimentando varios pensamientos [...] (A)
Góngora, «A un sueño» (s. XVII)
Estrofa
Una estrofa es una agrupación de versos. Existen varios tipos según los siguientes factores:
El número de versos que la forman.
Cómo riman los versos entre sí (rima abrazada, cruzada, pareada o continua).
Si los versos son de arte menor (hasta ocho sílabas) o de arte mayor (más de ocho sílabas).
Por ejemplo, si una estrofa de tres versos es de arte mayor, es un terceto. Si es de arte menor, un tercetillo.
Algunas de las estrofas más usadas según su número de versos son: el pareado, el terceto, el cuarteto, el quinteto, el sexteto y el septeto.
Ejemplo de cuarteto (estrofa de cuatro versos de arte mayor):
Cuidadoso estoy siempre ante el Ibis de Ovidio,
enigma humano tan ponzoñoso y suave,
que casi no pretende su condición de ave
cuando se ha conquistado sus terrores de ofidio.
Rubén Darío, «Ibis».
521. 5 POEMAS DE DYLAN THOMAS (británico, 1914-1953)
Dylan Thomas (poeta, cuentista y dramaturgo británico, 1914-1953)
La suya fue una vida llena de excesos que le llevó a una muerte prematura. Muchos de los versos del poeta galés fueron publicados después de la misma. A continuación 5 poemas de Dylan Thomas.
Donde una vez las aguas de tu rostro
giraron impulsadas por mis hélices, sopla tu áspero fantasma,
los muertos alzan la mirada;
donde un día asomaron el pelo los tritones
a través de tu hielo, el viento áspero navega
por la sal, la raíz, las huevas de los peces.
Donde una vez tus verdes nudos hundieron su atadura
en el cordón de la marea, allí camina ahora
el vegetal destejedor,
con tijeras filosas, empuñando el cuchillo
para cortar los canales en su origen
y derribar los frutos empapados.
Invisibles, tus mareas medidoras del tiempo
irrumpen en las camas galantes de las algas;
el alga del amor se vuelve mustia;
allí en torno a tus piedras
sombras de niños van, que desde su vacío
lloran ante el mar colmado de delfines.
Secos como la tumba, tus coloreados párpados
no serán aherrojados mientras la magia se deslice
sabia sobre el cielo y la tierra;
habrá corales en tus lechos,
habrá serpientes en tus mareas,
hasta que mueran todos nuestros juramentos del mar.
En mi oficio o mi arte sombrío
En mi oficio o mi arte sombrío
ejercido en la noche silenciosa
cuando sólo la luna se enfurece
y los amantes yacen en el lecho
con todas sus tristezas en los brazos,
junto a la luz que canta yo trabajo
no por ambición ni por el pan
ni por ostentación ni por el tráfico de encantos
en escenarios de marfil,
sino por ese mínimo salario
de sus más escondidos corazones.
No para el hombre altivo
que se aparta de la luna colérica
escribo yo estas páginas de efímeras espumas,
ni para los muertos encumbrados
entre sus salmos y ruiseñores,
sino para los amantes, para sus brazos
que rodean las penas de los siglos,
que no pagan con salarios ni elogios
y no hacen caso alguno de mi oficio o mi arte.
Mi mundo es pirámide
Mitad del padre camarada
cuando imita al Adán que el mar sorbiera
en su casco vacío,
Mitad de la madre camarada
cuando salpica con su leche lasciva
la zambullida del mañana,
las sombras bifurcadas por el hueso del trueno
saltan hacia la sal que no ha nacido.
La mitad camarada era de hielo
cuando una primavera corrosiva
brotaba en la cosecha del glaciar.
la sombra y la simiente camarada
murmuraban el vaivén de la leche
encrespado en el pecho,
pues la mitad del amor era sembrada en el fantasma
estéril y perdido.
Las mitades dispersas se han vuelto camaradas
en un ente lisiado
la muleta que la médula golpea sobre el sueño
renguea en la calle del mar, entre la turba
de cabezas con lengua de marea y vejigas al fondo
y empala a los durmientes en la tumba salvaje
donde ríe el vampiro.
Las mitades zurcidas se partían huyendo
por el bosque de los cerdos salvajes y la baba en los árboles,
sorbiendo las tinieblas sobre el cianuro se abrazaban
y desataban víboras prendidas en su pelo;
las mitades que giran perforan como cuernos
al ángel arterial.
¿De qué color es la gloria? ¿La pluma de la muerte?
tiemblan esas mitades que taladran el ojo de la aguja en el aire
y a través del dedal horadan el espacio, manchado de pulgares.
El fantasma es un mudo que farfullaba entre la paja,
el fantasma que tramaba el saqueo en su vuelo
enceguece sus ojos rastreadores de nubes.
II
Mi mundo es pirámide. La sigilosa máscara
llora sobre el ocre desierto y el verano
agresivo de sal.
Con mi armadura egipcia fundiéndose en su sábana
araño la resina hasta un hueso estrellado
y un falso sol de sangre.
Mi mundo es un ciprés y un valle de Inglaterra
yo remiendo mi carne que retumbó en los patios
roja por la salva de Austria.
Oigo a través del tambor de los muertos, que mutilados jóvenes
mientras siembran sus vísceras desde un cerro de huesos
gritan Eloi a los cañones.
El cruce del Jordán arrasa mi sepulcro.
El casquete del Ártico y la hoya del sur
invaden mi jardín de casa muerta.
El que me busca lejos señalando en mi boca
las pajas de Asia me pierde cuando doblo
por el maíz atlántico.
Las mitades amigas, partidas mientras giran
en redes de mareas, se enredan a las valvas
y hacen crecer la barba del diablo no nacido,
sangran desde mi horquilla ardiente y huelen mis talones
las lenguas celestiales murmuran mientras yo me deslizo
atando la capucha de mi ángel.
¿Quién sopla la pluma de la muerte? ¿De qué gloria es el color?
en la vena yo soplo esta pluma lanuda
es el lomo la gloria en una laboriosa palidez.
Mi arcilla ignora el pecho y mi sal no ha nacido,
niño secreto, yo vago por el mar
en seco, sobre el muslo a medias derrotado.
Quién eres tú
Quien
eres tú
tú que naces
en el cuarto vecino
tan patente en mi cuarto
que alcanzo a oír el vientre
cuando se abre y la sombra que avanza
sobre el fantasma y el hijo que desciende
tras la pared delgada como un hueso de jilguero
en el cuarto sangrante del nacimiento oculto
para el incendio y el girar del tiempo
la huella del corazón humano
no venera el bautismo
sino la sola sombra
cuando bendice
a la salvaje
criatura
Un cambio en los climas del corazón
Un cambio en los climas del corazón
vuelve seco lo húmedo, la bala de oro estalla
sobre la tumba helada.
Un clima en la comarca de las venas
cambia la noche en día; la sangre entre sus soles
ilumina al viviente gusano.
Un cambio en el ojo advierte a tiempo
la ceguera hasta el hueso; y el útero incorpora
una muerte mientras surge la vida.
Una sombra en el clima del ojo
es a medias su luz; el mar sondeado irrumpe
sobre una tierra sin arpones.
La semilla que del lomo hace una selva
divide en dos su fruto; y la mitad se escurre
lenta en un viento dormido.
Un clima en la carne y el hueso
es seca y húmeda; el viviente y el muerto
se mueven como espectros ante el ojo.
Un cambio en el clima del mundo
vuelve espectro al espectro; y cada niño dentro su madre
se repliega en su doble de sombra.
Un cambio echa la luna dentro del sol,
tira de las ajadas cortinas de la piel;
y el corazón entrega a sus muertos.
jueves, 5 de septiembre de 2024
520. FELISBERTO HERNÁNDEZ - varios artículos
El gran piano negro de cola, como un viejo animal somnoliento apoyado sobre sus gruesas patas, recibía mansamente las manos que golpeaban la dentadura amarillenta y le llenaban el lomo de barullo. Así desfilamos unos cuantos. Al final pedí tres o cuatro notas en forma de tema para hacer una improvisación. Yo estaba preparado para esto, como una dama para ser sorprendida por el fotógrafo. El tema que me dieran lo ubicaría en formas o estructuras ya muy ensayadas, pues el juego de improvisar lo había practicado mucho tiempo: primero se lo oí a Clemente Colling —un organista francés— y después le había copiado el procedimiento.
(Lo imitaba como un niño de dos años imita a una persona cuando escribe o cuando lee un diario). Al principio nadie parecía darse cuenta de lo que yo me proponía: me decían que no sabían dar temas, o cosas por el estilo; entonces yo les decía que aun sin saber música, apretaran tres teclas distintas, una después de otra, como quien saca bolillas de una bolsa; por fin se decidía alguna que sabía y casi siempre me daba las tres notas de un arpegio común.
Tomado de «Tierras de la memoria», en Tierras de la memoria (1967), incluido en Narraciones incompletas, Madrid: Siruela, 1990, p. 281.
Felisberto Hernández, un escritor distinto
por Ítalo Calvino
Uruguayo, nacido en Montevideo. Narrador y pianista. Es quizá el exponente más brillante de la literatura fantástica de su país, y a juicio de los críticos comparte con Borges la primacía de ese género en la literatura rioplatense Las aventuras de un pianista paupérrimo, en quien el sentido de lo cómico transfigura el amargor de una vida amasada con derrotas, son el primer apunte del que parten los cuentos del uruguayo Felisberto Hernández (1902-1964). Basta con que se ponga a narrar las pequeñas miserias de una existencia transcurrida entre orquestinas de café en Montevideo y giras de conciertos por pueblitos provincianos del Río de la Plata para que en las páginas se acumulen gags, alucinaciones y metáforas en los que los objetos cobran vida como personas. Pero éste es sólo el punto de partida. Lo que desata la fantasía de Felisberto Hernández son las inesperadas invitaciones que abren al tímido pianista las puertas de misteriosas casas, de quintas solitarias donde moran personajes ricos y excéntricos, mujeres llenas de secretos y neurosis.
Un chalet apartado, el infalible piano, un caballero dulcemente maníaco o perverso, una doncella visionaria o sonámbula, una matrona que celebra obsesivamente sus infortunios amorosos; diríase que se han reunido aquí los ingredientes del cuento romántico a lo Hoffman. Y ni siquiera falta la muñeca que parece enteramente una jovencita; aún más, en el cuento Las Hortensias hay todo un surtido de muñecas rivales de las mujeres de verdad que un fabricante tentador construye para alimentar las fantasías de un extraño coleccionista y que desencadenan celos conyugales y turbios dramas. Pero cualquier posible referencia a una imaginación nórdica se disuelve al punto en la atmósfera de esas tardes en las que se sorbe lentamente mate sentado en un patio o se está en el café contemplando cómo un ñandú pasa entre las mesas.
Felisberto Hernández es un escritor que no se parece a nadie: a ninguno de los europeos y a ninguno de los latinoamericanos, es un “francotirador” que desafía toda clasificación y todo marco, pero se presenta como inconfundible al abrir sus páginas.
El mundo de Felisberto Hernández está habitado por criaturas extrañas: personas, animales o cosas que rompen los principios de la lógica del sujeto. Estas proyecciones —temores y deseos que adquieren una inquietante autonomía—, seducen al lector a través de un narrador que se debate entre la realidad y los sueños.
Cuentos de Felisberto Hernández Resumen y Análisis de la nouvelle 'Las Hortensias' (Primera parte)
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Resumen
Un hombre alto llega a su casa al atardecer. Cruza el jardín mientras oye los ruidos de una fábrica contigua hasta entrar en el hall de su casa negra. Allí lo espera su mujer con una sonrisa. El hombre, que se llama Horacio, le da un beso a su mujer y ella, de nombre María, le avisa que ese día los muchachos terminaron las escenas, pero Horacio le pide que no diga más nada.
Horacio se va a descansar a su cuarto con el fin de prepararse para los placeres de la noche. Luego se viste de frac y se reúne con su esposa para cenar. Mientras se sirve un vino de Francia, Horacio piensa en su colección de muñecas, para las que dispuso en un gran salón de la casa tres habitaciones de vidrio. En una de ellas están todas las muñecas, a la espera de ser elegidas para representar escenas en las otras dos vitrinas. Varias personas están a cargo de construir estas escenas: unos están a cargo de escribir las leyendas que explican las situaciones representadas, otros se ocupan de armar la escena, y un pianista ejecuta las piezas de música programadas. Aquella noche se inaugura la segunda exposición.
Ingresa Alex, un criado ruso de barba en punto, y le avisa que Walter, el pianista, ha llegado. Horacio le ordena a Alex que le diga al pianista que empiece a tocar la primera obra del programa y que la repita sin interrupción hasta que él le haga una seña con la luz. Horacio besa a su mujer y luego se dirige a la salita próxima al gran salón. Allí bebe café y fuma, esperando a sentirse aislado para ir a ver a las muñecas. Escucha el ruido de las máquinas de la fábrica y los sonidos del piano y piensa que algunos de los ruidos desean insinuarle algo.
Sin darse cuenta, se levanta y se dirige hacia la primera vitrina. Allí hay una muñeca vestida de novia, acostada en una cama con los ojos abiertos y los brazos extendidos. Horacio imagina si está esperando a un novio que nunca llegará, si es viuda y recuerda el día en que se casó, o si se ha puesto aquel traje con la ilusión de ser novia. Abre un cajón donde está la leyenda, en la que se lee que la novia se ha encerrado minutos antes de casarse con un hombre al que no ama; pensando en el hombre que amó y que ya no existe, la novia se envenena. Horacio siente placer al pensar que él vive y ella, no.
Horacio ingresa en la habitación de vidrio para observar los objetos de cerca. Estando allí, oye el ruido de una puerta que se cierra. Ve el vestido de su mujer atrapado en la puerta de la salita, va a abrirla y un cuerpo se le cae encima. Piensa que es el de María, pero pronto se da cuenta de que es el de Hortensia, la muñeca parecida a su mujer, a la que bautizaron con el segundo nombre de María. Su esposa la puso ahí para darle una sorpresa, algo que suele hacer y que a Horacio le gusta, aunque esta vez disimula que la sorpresa le produjo malestar. Antes de ir a la segunda vitrina, pasa por su escritorio para apuntar en su cuaderno la broma. Allí lee otras sorpresas anteriores, como cuando Horacio fue a abrazar a su mujer al balcón y se encontró con Hortensia, o la vez que halló la muñeca colgada de su ropero vistiendo su frac. Después de hacerle señas a Walter para que cambie a la siguiente pieza del programa, corre la tarima de la segunda vitrina, y le parece que el ruido de las ruedas se asemeja a un trueno lejano. También siente los ruidos de las máquinas con mayor intensidad.
En la segunda escena hay una muñeca sentada en la cabecera de una mesa, con la cabeza levantada y las manos al costado de su plato. Horacio posa su mirada en sus manos y tiene la impresión de que la muñeca mueve la cabeza, pero al mirarla la ve en su posición inicial. Imagina que está encerrada en el presidio de un castillo, busca la leyenda y descubre que es una mujer embarazada que vive en un faro junto al mar, alejada de quienes han criticado sus amores con un marino. Horacio ingresa en la habitación de vidrio y le besa la frente a la muñeca, sintiendo una sensación de frescura agradable. La muñeca empieza a irse para un lado y cae. Horacio sale precipitadamente y le dice a Alex que se acabaron las funciones por ese día, y que al día siguiente les diga a los muchachos que arreglan la escena y acomoden a la muñeca. Al encontrarse con María, piensa que las muñecas que se cayeron y que el ruido de las máquinas y del trueno lejano son presagios de que su esposa morirá.
María no está enferma, pero hace un tiempo que Horacio tiene miedo de quedarse sin ella. Fue entonces cuando se le ocurrió mandar a hacer una muñeca parecida a ella. Horacio tenía una tienda de muñecas que lo hizo enriquecerse. Por las noches, se paseaba en la tienda observando las muñecas, y desde entonces empezó a pensar que las muñecas “estaban llenas de presagios” (p.29). Al principio, Hortensia le causaba antipatía, pero su mujer iba armando relaciones con ella, como una niña entretenida con su muñeca. Un atardecer las encontró juntas leyendo, y Horacio le dijo a su mujer que debía ser un consuelo poder confiar un secreto a una mujer tan silenciosa. Ese comentario hizo enfadar a María. Entonces Horacio llegó a la conclusión de que Hortensia era una de aquellas muñecas que podían transmitir presagios. Al día siguiente, marido y mujer pasearon por el jardín, llevando a Hortensia abrazada. Los vecinos que los observaban se habían hecho la idea de que el matrimonio había dejado morir a una hermana de María para quedarse con su dinero, y creían que la muñeca les hacía recordar su delito.
Desde que Hortensia está en la casa, María está más celosa. Horacio tuvo que abandonar la tienda y dejar de hacer visitas, porque a María le agarraban ataques de celos. Una noche en la que dan una cena, Horacio hace una broma con una de sus invitadas y María se enfada, aunque a la noche se reconcilian. Al día siguiente, Horacio toca a María y la siente fría. Llama a Alex y entra su mujer, que puso a su lado a Hortensia mientras Horacio dormía. Horacio resuelve llamar a Facundo, el fabricante de muñecas, para que busque la manera de que Hortensia tenga calor humano y de que sea más blanda. Facundo le dice que se puede hacer, pero que el calor durará lo que dura el agua caliente en un porrón.
Durante la ausencia de la muñeca, Horacio y María se sienten livianos y alegres cuando salen a pasear juntos. Pero el día en que Facundo se lleva la muñeca, Horacio va a buscar a su mujer y siente un malestar raro al verla sola. Le cuesta admitir “la idea de María sin Hortensia” (p.33) y piensa que, por medio de Hortensia, María ha desarrollado una personalidad original. Después de cenar, Horacio va a observar una de las vitrinas. Allí hay dos muñecas, una morocha y una rubia, disfrazadas de carnaval. Horacio cree que la morocha es Hortensia, pero le quita el antifaz y se da cuenta de que no es ella. Se le ocurre que son dos mujeres que aman al mismo hombre, va a leer la leyenda y descubre que se trata de una historia en la que el novio de la rubia está enamorado de su amiga, la morocha, y la morocha lo ama a él, pero lo disuade de confesarle esto a la rubia. El novio finalmente le revela a la rubia su amor por la morocha, y en aquella escena representada las dos amigas se ven por primera vez sabiendo la verdad. Horacio piensa que esa es la primera vez que adivina una leyenda y, creyendo que es un presagio, se pregunta si está enamorado de Hortensia. Mientras oye el ruido de las máquinas, cree comprender que “las almas sin cuerpo [atrapan] los ruidos que [andan] sueltos por el mundo”, y que “el alma que [habita] el cuerpo de Hortensia se [entiende] con las máquinas” (p.35). Aquella noche llama a Facundo y le pregunta cuándo estará la muñeca; este quiere contarle el procedimiento que está utilizando, pero Horacio lo interrumpe, diciendo que prefiere ignorar los secretos del taller.
Al día siguiente, María lo espera para almorzar junto a Hortensia. Horacio besa la muñeca y piensa que besó a una persona con fiebre. En la cena, se pone a pensar en la transmigración de las almas y en la posibilidad de que esta se produzca entre personas y objetos. Más tarde ve a María con Hortensia y piensa en el vínculo entre una madre y una hija. Horacio le pregunta a María cómo era su madre, y aquella le dice que era muy distinta a ella; era capaz de pasarse horas sentada sin moverse. Esa noche duermen los tres juntos con las piernas entrelazadas.
Horacio y María preparan una fiesta para Hortensia. Horacio quiere presentarla en un triciclo, pero no le dice a María que esto se le ocurre porque vio una película en la que un novio rapta a su novia en este vehículo. El día de la fiesta, las personas allí presentes aplauden y aclaman la presentación de Horacio y Hortensia subidos al triciclo. Los muchachos que arman las escenas le piden a Horacio que les diga qué siente cuando ve las vitrinas, y este les dice que tiene la impresión de robarle el recuerdo a una mujer, como si violara “algo sagrado” (p.40); también siente que le extrae el recuerdo a una persona muerta. Llega María y se lleva a Horacio a la habitación, donde encuentran a Hortensia atravesada por un puñal, largando brotes de agua. María quiere llamar a la policía para que tomen las huellas dactilares del puñal, pero Horacio la disuade y le pide que vaya a atender a los invitados. Cuando se queda solo, Horacio limpia el mango del cuchillo.
Facundo va a buscar la muñeca para arreglarla. Mientras María conversa con Luisa, la amante de Facundo, Horacio le revela a su amigo que él fue quien apuñaló a la muñeca, con el fin de tener una excusa para mandársela de nuevo sin que se sepa el porqué. María quiere saber de qué están hablando Facundo y su esposo, se acerca y llega a escuchar a Horacio decir que sabe de escultores que se han enamorado de sus estatuas, y también llega a oír que los dos dicen la palabra “posible”.
Una tarde María nota que Horacio está raro. Ella cree que él está así porque Hortensia es como la hija de ambos, y se lo dice. Horacio se tortura pensando en el día en que su mujer se entere de que él no tiene por Hortensia el cariño de un padre, sino que quiere hacer de ella su amante. Esa noche, en el salón, ve en una vitrina a una muñeca sentada en el jardín, rodeada de esponjas. La leyenda dice que aquella mujer es una enferma mental, y que se desconoce por qué ama las esponjas. Horacio se fastidia pensando que él les paga a los que escriben las leyendas para que sepan, y luego se le ocurre que las esponjas simbolizan “la necesidad de lavar muchas culpas” (p.45). A la mañana siguiente se despierta con el cuerpo triste, y se levanta sabiendo que los remordimientos volverán por la noche.
María cree que Horacio está triste porque ella no puede tener un hijo de verdad. Traen de vuelta a Hortensia, y María ve que Horacio no se muestra muy cariñoso con ella. Una tarde, María le pone agua caliente a la muñeca y la recuesta al lado de Horacio mientras duerme la siesta. Aquella noche, Horacio mira a María buscando indicios de que su esposa ha descubierto todo.
En la casa hay dos empleadas mellizas; una de ellas se llama María. Hace un tiempo, Horacio se enfadó porque llamó a su mujer y vino la melliza del mismo nombre en su lugar. Entonces María les ordenó a las mellizas que no estuvieran en la planta baja cuando el señor estaba presente. La mañana en la que María descubre todo, sorprende a las mellizas levantándole el camisón a Hortensia en un momento en el que no tienen la orden de ponerle agua caliente ni vestirla. María entra en la habitación, ve la muñeca y luego se va a buscar un cuchillo a la cocina. Vuelve y apuñala múltiples veces a Hortensia, haciendo que salgan varios brotes de agua de su cuerpo. Llorando, arregla unas valijas, le regala algo de ropa a las mellizas y se va.
Análisis
Las Hortensias es un relato sobre un hombre que le tiene miedo a la muerte y que busca conjurar ese medio a través de un objeto: sus muñecas. En esta historia, el tema de los objetos que cobran vida queda representado en la creencia de Horacio, un hombre supersticioso, de que las almas pueden transmigrar a los objetos: “Si hay espíritus que frecuentan las casas vacías, ¿por qué no pueden frecuentar los cuerpos de las muñecas?” (p.35). Las muñecas problematizan la relación entre lo animado y lo inanimado, la vida y la muerte, y también forman parte de otro tema, central a la trama: el tema del doble.
Horacio encarga a Hortensia, una muñeca doble de María, cuando empieza a temer que su esposa muera. Hortensia lleva el segundo nombre de María y fue hecha a imagen y semejanza de ella, mientras comparte con Horacio las primeras letras de su nombre. La duplicación también está en las relaciones que arman estos personajes: Horacio y María son marido y mujer, María y Hortensia tienen un vínculo madre-hija, y Hortensia y Horacio se convertirán en amantes. Además, en la casa hay dos mellizas y una de ellas se llama María. Horacio se enfada cuando esta melliza viene en vez de María, y episodios de confusión similares se repiten varias veces en la nouvelle, especialmente cuando María sorprende a Horacio haciéndole creer que Hortensia es ella, o colocando a Hortensia en lugares inesperados. Horacio disfruta de estas sorpresas, pero empieza a sentir malestar cuando interpreta algunas de estas sorpresas y coincidencias como premoniciones. Esto sucede durante la primera sesión de escenas que presencia el lector, cuando Horacio interpreta las caídas de Hortensia y de una de las muñecas de las vitrinas como un presagio de que María morirá.
En aquella sesión, Horacio también escucha unos ruidos de truenos lejanos y el ruido constante de las máquinas de una fábrica aledaña, y cree que algunos de esos ruidos “deseaban insinuarle algo” (p.22). Aquí, como en otros cuentos de Felisberto, los ruidos representan amenazas externas o lejanas que invaden el ámbito privado, en el que el dueño de casa dispone los momentos de silencio y de sonido, porque él es quien le dice al pianista cuándo debe tocar. En este sentido, a Horacio le gusta observar las escenas de las vitrinas porque allí las muñecas permanecen inmóviles, bajo el control de su ritual nocturno, y le gustan las sorpresas de su esposa en la medida en que forman parte de ese ritual. Pero él no puede controlar el ruido constante de las máquinas, lo que podríamos identificar como motivo de la pérdida de control y como anticipo de su caída en la locura.
Los artistas también están duplicados, porque son varias las personas que están al servicio de Horacio: Facundo, el fabricante de muñecas; los muchachos que arman las escenas; los que componen las leyendas, y Walter, el pianista, que lleva en su nombre (alter ego: otro yo) la idea del doble. Como en “Menos Julia”, los artistas arman un espectáculo para un mecenas que consume sus posesiones como obras de arte. En aquel cuento el espectáculo está hecho para tocar y en Las Hortensias, para observar, aunque en la primera escena ya vemos a Horacio acercarse a tocar las muñecas, y de a poco irá modificando a una de ellas para que emane calor humano y sea más blanda al tacto, hasta transformarla con el fin de poseerla de forma total, en la intimidad del acto sexual.
Hay algo de necrofilia en este deseo de poseer muñecas, porque Horacio las percibe como personas muertas o como objetos donde viven los espíritus de las personas que ya no están. Esto se insinúa en el inicio de la nouvelle, cuando Horacio ve una de las vitrinas en las que se representa a una novia que acaba de fallecer, y el narrador dice que Horacio sintió placer “en darse cuenta de que él vivía y ella no” (p.23); luego, cuando les cuenta a los muchachos lo que siente al observar las escenas, Horacio confiesa que tiene “la ilusión” de extraerle un recuerdo a “un cadáver” (p.40). En esa charla, Horacio dice que, cuando mira una escena, “[le] parece que [descubre] un recuerdo que ha tenido una mujer en un momento importante de su vida” y que se queda con aquel recuerdo con la impresión de “violar algo sagrado” (p.40). En este sentido, aunque el narrador busque escapar a la muerte por medio de sus fantasías fetichistas, lo que sucede en realidad es que estas muñecas terminan por llevarlo hacia la destrucción de la pareja y de sí mismo. Hortensia cambia para siempre el modo en que Horacio ve a María, transformando los recuerdos de su amor: “ahora él no podía admitir la idea de María sin Hortensia […] y él se preguntaba cómo había podido amar a María cuando ella no tenía a Hortensia” (p.33).
Para leer más: https://cvc.cervantes.es/literatura/escritores/fhernandez/criaturas/criaturas_02.htm