¡BIENVENIDOS AL BLOG DEL TALLER LITERARIO DESPERTARES!

Bienvenidos al blog del TALLER LITERARIO DESPERTARES de la Biblioteca Popular "Cultura y Progreso" de Morteros, Córdoba, República Argentina.

Este blog se inicia el 14 de junio de 2011 para publicar los trabajos de los participantes del taller, que funciona en la Biblioteca Popular "Cultura y Progreso".

Ilustración de la cabecera: "El desván de la memoria" de José Manzanares, creador de sueños, artista plástico de Linares, Jaén, España.

Seguidores

martes, 5 de diciembre de 2023

INDIO BAMBA: LEYENDA, HISTORIA

 Indio Bamba

El Indio Bamba es el personaje de una leyenda tradicional de Córdoba, Argentina.




Estatua que representa el rapto por el indio Bamba de su amada María Magdalena: El cóndor vigila el horizonte.... Obra del escultor cordobés Miguel Pablo Borgarello

Historia

A mediados de siglo xix, en el interior de la provincia de Córdoba había una familia de encumbrado apellido que tenía entre sus posesiones a varios esclavos, siendo uno de ellos Bamba.


El padre de la familia, un hacendado y rico hombre de campo, tenía una hermosa hija, la luz de sus ojos, su mayor tesoro, a la que consentía en todos sus deseos.


El destino quiso que Bamba y María cruzaran sus miradas, desafiando las duras estructuras sociales de la época, ya que un esclavo no podía atreverse a mirar siquiera a la hija del que poseía su vida entera. El poeta Walter Ramón Galíndez escribió que "los amantes eligieron la clandestinidad como marco de sus sensaciones". Ataliva Herrera recogió, de relatos populares, una serie de datos entre reales e imaginarios.


La historia sigue con los 20 años de amor que tuvieron esta desafiante pareja, la cual fue bendecida con 4 hijos, el menor de ellos ciego por "castigo de Dios", como decía la ignorancia de la época debido a la desobediencia de María.


La parte más cruel de la historia tiene que ver cuando el padre, despechado por el desprecio de su hija, ofreció una recompensa por el cuerpo de Bamba y sus hijos, además de traer a su hija de vuelta a su mansión. Una de las versiones dice que Bamba fue fusilado junto con sus hijos frente a su esposa, y otra versión dice que el indio murió al caer de un precipicio.





Las tres imágenes femeninas que acompañan al indio Bamba parecen representar los estadios de María Magdalena: doncella, madre y monja. Obra del escultor cordobés Miguel Pablo Borgarello

María, ya sin su esposo e hijos, fue llevada de nuevo a su propio hogar y de allí al convento de "Las carmelitas descalzas", donde murió llorando su familia perdida.


La canción

En esta canción se reúne las tradiciones y leyendas referidas a este personaje.

Bamba (zamba)

Letra: Walter Ramón Galíndez

Música: Raúl y Fernando Montachini


Ese nombre de Bamba se hizo estrella

En el joven corazón de la muchacha;

Y fundaron el amor sobre el orgullo

Que desprecia el color de cada raza;

Cuando enciende la luna de azucena

Los ojos de una niña enamorada.

El verde de los sauces sobre el río

El canto del zorzal por la mañana;

Alegraron la cueva entre los cerros;

Que aromaba la flor de la esperanza

La soberbia de algunos no comprende

Que al amor en libertad...le crecen alas.

Estribillo

Arbolitos de vida le nacieron

A María Magdalena en sus entrañas;

Si ese bamba fue su sol de primavera

Magdalena fue paloma enamorada

Veinte años de lunas y ternuras

Hermosa y sublime historia de amor.

Un idilio en nombre de la vida

Un ejemplo de amor y de palabras;

La María Magdalena se hizo aurora;

Al sentirse lucero en la montaña

Anidando el silencio cielo arriba

Su romántico destino junto a Bamba.

El antiguo rencor llegó a los cerros

Porque a Bamba y a sus hijos los odiaban;

Y distante del perdón la Magdalena

Se moría…de amor…amurallada;

Legendaria verdad…que fue quedando

En la Córdoba azul de las campanas.


Las tres imágenes femeninas que acompañan al indio Bamba, parecen representar los estadios de María Magdalena: doncella, madre y monja. Obra del escultor cordobés Miguel Pablo Borgarello

La leyenda

La leyenda sobre Bamba, fue reflejada por Ataliva Herrera en un extenso poema de doce cantos.



Representación ilustrativa de la muerte del capitán Tristán de Allende y el cacique Olayón luego de un combate singular por la llegada de los españoles a sus tierras

El drama se desarrolla en la Córdoba colonial y zonas aledañas, a mediados del siglo xvii. El poema comienza diciendo que el Capitán de las fuerzas españolas Tristán de Allende, hermano del regidor Juan de Allende, conoció en una expedición, a una india de nombre Dominga y de un encuentro amoroso a orillas del río Saldán, nació un niño al que llamaron Bamba.


Fue ocultado el origen del niño mestizo y Juan de Allende, con el correr de los años, lo adoptó como sirviente. Tristán prosigue sus campañas contra los indios y a causa de un enfrentamiento con el Cacique Olayón, muere en Cruz del Eje. Con los ejes de una carreta hicieron la cruz de su sepultura.


María Magdalena era una hermosa doncella, hija del Regidor y Doña Engracia que estuvo al cuidado de Bamba, unos pocos años mayor que ella y que en definitiva era su primo hermano. La bella joven se enamora de Gaspar de la Quintana que había ido a estudiar al Colegio Monserrat y tenía como tutor a su tío Don Juan de Allende.


Gaspar, se recibe en la Universidad y en medio de los festejos declara su amor a María Magdalena. Bamba que oculto escuchaba, se dolía mucho al saber que el joven mantenía relaciones amorosas con una viuda llamada Ágata Mansilla y pensó que debía defender a su amita de este engaño.


Al terminar la fiesta lo sigue a uno de los barrios de extramuros que frecuentaba Gaspar, lo provoca y lo mata. Bamba huye raudamente, antes del amanecer, en potro robado, hacia las sierras del sur, en busca de un lugar inaccesible para la justicia, que pronto se pondrá en marcha.



Las tres imágenes femeninas que acompañan al indio Bamba, parecen representar los estadios de María Magdalena: doncella, madre y monja.Obra del escultor cordobés Miguel Pablo Borgarello

Habrá un pacto con una bruja en una Salamanca, pero su visión del crimen y el sentimiento de su adorable Magdalena lo persiguen, lo desgarran.


Aprovechando una noche de tormenta, se dirige a la casa del Regidor y en coincidencia con un atronador rayo, rompe la puerta, se dirige al dormitorio y rapta a Magdalena, quien al ver a Bamba se desmaya. Se deja llevar hacia la montaña sin oponer ninguna resistencia y comienza de esta manera una nueva vida.


Nacerán cuatro hijos, Magín, Crespín, Delfín y un niño ciego, quien desencadenará, finalmente, el drama de Bamba.


“La flor del Lirio-lay” era buscada por los tres hermanos para la cura del niño ciego. Delfín, el menor, la encontró y sus hermanos enceguecidos por la envidia lo mataron a garrotazos, enterrándolo cerca de una vertiente, la cual, se tiñó de color oro.


Los dos hermanos siguieron andando, cuidando la flor y deseando íntimamente, cada uno, ser el que tuviera el honor de entregársela a su padre. Exhausto, Magín se duerme y Crespín lo tira a un profundo pozo, respondiendo a los angustiados gritos de su hermano: ¡Sal, si puedes!, ¡sal, si puedes!


Crespín no regresó nunca con la flor. Conoció a Rosa, la hija de un adinerado estanciero. Se casó con ella, pero al descubrir que le era infiel. La subió a la punta de un altísimo árbol, al cual le cortó todas las ramas, para que no pudiera bajar nunca más. Rosa murió de hambre y se transformó en el canto de un pájaro llamando eternamente a su amado esposo “¡Crespín!,.. ¡Crespín..!


María Magdalena y Bamba, esperaron en vano a sus tres hijos que nunca retornaron, sin saber la causa de lo ocurrido.


Un día salieron en la búsqueda de alimento que consistía en huevos y pichones que anidaban en las barrancas. Bamba se ataba una soga a la cintura y Magdalena en lo alto, la sujetaba. El niño ciego que estaba jugando con el perro “jazmín”, se acerca peligrosamente a la barranca. La madre al querer salvarlo, suelta la soga de la que pendía la vida de Bamba, quien cae estrepitosamente al fondo del barranco, empurpurando la amarilla tosca.


Magdalena llena de pena, regresa a la cueva y en los albores del nuevo día su hijito ciego había muerto. Lo llevó al cerro nevado, lo puso en una canasta, lo colgó de un árbol y la madre naturaleza lo transformó en la “flor del aire “.


Una comisión policial que buscaba a Bamba, creyendo que todavía vivía encontró a María Magdalena y la llevó a la ciudad. Cuando llega a casa de su padre, este la estrecha “entre sus brazos viejos, temblorosos, herido el corazón de gozo y pena, cayó muerto ante el ruedo de curiosos”.


Magdalena fue perdiendo la razón y fue llevada al Convento de Santa Catalina, al norte de Córdoba, y en una Semana Santa, mientras Fray Luis de Tejeda oficiaba misa se sintió un aterrador grito. Había expirado María Magdalena. Al día siguiente fue enterrada y en el huerto, una hermana descubrió una avecilla blanca con las puntas de las alas negras. A ese pájaro, que habita en las sierras cordobesas, le llaman monjita o viudita. Su blancura representa el alma de María Magdalena y las manchas negras, sus pecados terrenales.


Monumento

En la comuna de Estancia Vieja, vecina de Cabalango y de Villa Santa Cruz del Lago, se erige el monumento al “Indio Bamba”, obra del escultor cordobés Miguel Pablo Borgarello, construido de cemento y piedra entre 1949 y 1951. El artista buscaba plasmar en ella el espíritu y la esencia del poema Bamba del escritor Ataliva Herrera (1888-1953). Se erigió por idea del loteador y urbanizador José Muñoz, amigo de Herrera.


Se descubren los principales pasajes del texto literario. Cuenta con 17 m de altura y 209 m². Se sitúa a 8 km al norte de Villa Carlos Paz, Provincia de Córdoba, la altura del km 745 de la RN 38, y desde allí ingresando por Av. San Martín aprox. 1.5 km, en una plaza con amplia vista panorámica.

https://es.wikipedia.org/wiki/Indio_Bamba

Bibliografía

Ataliva Herrera, Bamba, un relato de la Córdoba colonial, Agón, Buenos Aires, 2005. ISBN 978-950-567-337-7

Efraín U. Bischoff, Bamba, leyenda y realidad, Editorial Brujas, Córdoba, 2004. ISBN 978-987-114-229-3

Enlaces externos

La leyenda del indio Bamba

Bamba fue un negro de toda negrura, por Efraín U. Bischoff

Corazón errante, corazón con alas, por Cristina Bajo (enlace roto disponible en Internet Archive; véase el historial, la primera versión y la última).


jueves, 14 de septiembre de 2023

501. CUENTOS DE ALEJANDRA KAMIYA: ARROZ y UN DESAYUNO PERFECTO

 




ARROZ de Alejandra Kamiya

Hoy es jueves y los jueves almorzamos juntos.

Hablamos mucho, o lo que para nosotros es mucho. Ninguno de los dos somos personas que otros consideren conversadores.

A veces hasta almorzamos en silencio. Un silencio cómodo, liviano como el aire del que está hecho, y en el que se expresa mejor el sabor de lo que comemos.

Algunas otras veces cuando hablamos, las palabras van formando pequeños montículos que lentamente se transforman en montañas.

Entre una y otra hacemos silencios largos: valles en los que pensamos como si anduviéramos.

Es sabido que las conversaciones y la música, están hechas también de sus silencios.

Elegimos un restaurant que es una casa antigua en San Telmo. Tiene un patio en el centro, un cuadrado de cielo propio, nubes diferentes todo el tiempo.

La conversación con mi padre avanza a un paso tranquilo, como en un paseo.

De repente, en medio de una frase, él dice,  “… limpiar arroz…” y junta las manos haciendo un aro con los dedos y las mueve arriba y abajo como si golpeara algo contra el borde de la mesa.

Lo que ocurre de repente no es que él diga esas palabras sino que yo me doy cuenta de que no sé cómo se limpia el arroz. Lo que ocurre de repente es que me doy cuenta de que sé muchas cosas de él así, sin saberlas, apenas intuyéndolas.

Sé que mi padre en sus manos debe estar sujetando un manojo de algo que yo no veo. Busco en mi memoria los campos de arroz que vi en Japón e imagino que el manojo debe ser de esa especie de juncos verdes.

Deduzco torpemente que el arroz debe estar adherido a las plantas y al sacudirlo, debe caer. Como pequeños frutos o semillas.

Así, viendo los gestos de mi padre, puedo llegar al pasado, a Japón o a la historia de mi padre, que es la mía. Como miro cuadros impresionistas, sin buscar los detalles sino la luz, la idea. Como conozco los árboles de la vereda de mi casa, sin saber sus nombres, pero sin poder imaginar mi casa sin ellos en las ventanas.

Así converso con mi padre: segura y a tientas.

Él dice por ejemplo que este país es un niño, “200 años apenas”, y junto al niño yo veo a un Japón viejo, con manos en los que la piel cubre y descubre la forma de los huesos.

Si él se agarra la cabeza cuando dice que corrían por campos de té, yo sé que pasan aviones por el cielo que no veo y que bombardean.

Miramos el menú y elegimos platos que vamos a compartir. Mi padre nunca se acostumbró a comer un solo plato. Fue mi madre la que se acostumbró a preparar varios platos para cada comida.

Después hablamos de libros. Él está leyendo “Las benévolas”, un libro que lleva consigo a donde vaya.

Mi padre siempre lleva un libro y un diccionario con él. A mí, que nací y me crié en Argentina, me da pereza buscar palabras en el diccionario. A él, no. El español de mi padre japonés es más vasto y más correcto que el mío.

Me cuenta que fue a hacerse unos estudios que le ordenó el médico y mientras esperaba leyó unas cuantas páginas.

“¿Qué estudios?”, le pregunto. “Una biopsia”, responde.

Tengo miedo, un miedo espeso. Siento lo que está al acecho, y una certidumbre parecida a la de que al día lo sucede la noche. Una especie de vértigo.

Todo lo que no pregunté en años vuelve a mí. Cada pregunta vuelve y trae otras. Quiero saber por qué mi padre eligió este país, este país niño. Quiero saber cómo fue el día en que mi padre supo que había comenzado la guerra, cómo fueron cada uno de los días que siguieron hasta el día en que llegó a esta tierra. Quiero saber cómo eran sus juguetes y su ropa, cómo era ir al colegio durante la guerra, cómo era el puerto de Buenos Aires en los sesenta, si le escribía cartas a mi abuela, qué decían. Quiero saber los colores, las palabras, el olor de la comida, las casas en las que vivió.

Una vez me contó que cuando recién había llegado, no se metía en la bañadera sino que se lavaba fuera de ella y sólo se sumergía en el agua cuando estaba limpio, porque ése es el modo en que se hace en Japón.

Como ésas quiero que me cuente más cosas. Muchas. Todas.

Quiero que me cuente cada día, para que no lo sople el tiempo. Tal vez para escribirlo: dejarlo agarrado con tinta a un papel para siempre.

¿Por dónde empezar? ¿Dónde empiezan las preguntas? ¿Cuál es la primera?

Busco por dentro, como si corriera perdida en este valle de silencio que se ha abierto de repente entre las palabras. Perderse en un lugar tan vasto se parece a un encierro.

Cuando dejo de buscar, veo la pregunta frente a mí como si me hubiese estado esperando.

Miro a mi padre y digo mi pregunta.

Él sonríe, toma un papel de entre las hojas de su libro y saca un lápiz negro del bolsillo del saco que lleva puesto. Dibuja líneas muy juntas, algunas paralelas y otras que se entrecruzan. Luego otra, perpendicular y ondulada, que las corta cerca de un extremo. Son las plantas de arroz en el agua.

Después hace unos círculos muy pequeños en las puntas: los granos.

Me dice que se van llenando y vuelve a trazar las líneas pero en lugar de rectas, curvas en los extremos: las plantas cuando el arroz madura.

“Cuanto más lleno está uno, cuanto más educado es, más humilde debe ser”, dice. “Uno debe inclinarse como la planta de arroz por el peso de los granos”.

Luego extiende las manos y los brazos y los mueve paralelos al piso. “Se colocaban grandes telas sobre el campo”, dice.

Yo las imagino blancas, ondulándose apenas, como se mueve el agua cuando es mansa.

Él vuelve a poner las manos como si agarrara un pequeño atado y lo sacude como hizo antes, contra el borde de la mesa.

Ahora veo claramente, casi puedo tocar, los granos de arroz que se desprenden.

---------------

UN DESAYUNO PERFECTO de Alejandra Kamiya

No vas a esperar a que se cuele la luz por la ventana. Vas a mirar a Takashi dormir a tu lado. Vas a pensar que es bueno que descanse porque lo espera un largo día de trabajo. Vas a levantarte del futón sin hacer ruido, y levísima vas a andar por el tatami hasta la cocina, donde te vas a vestir para no rasgar el sueño de papel de Hiro y de Takashi.

Un desayuno perfecto requiere pescado fresco y el pescado más fresco está en los alrededores del mercado de Tsukiji. Es temporada de caballa. Vas a ir en tren a Tsukiji por una caballa perfecta.

Una vez allí todas te van a parecer bellas. Ese reflejo azul, las líneas de tigre en negro mojado, siempre mojado, como un recuerdo que nunca se seca, un recuerdo del océano. Vas a cerrar los ojos y vas a elegir. No te vas a dejar llevar sólo por lo que veas. Vas a hacer el viaje de regreso a casa con la caballa perfecta en una bolsa, deseando que no se produzca ninguna demora. Sería una pérdida de frescura. Una grieta en la lisura de tu plan.

Una vez en casa, vas a cortar la caballa a la mitad y la vas a salar, para que retenga en ella su espíritu del mar. Vas a poner el arroz en remojo, después de haberte lavado las manos con ese jabón de coco que te regaló Mariko. Qué afortunada. ¿Cuántas japonesas se lavan por la mañana la cara y las manos con un jabón de cocos?

Vas a imaginar una playa como las de los avisos de agencias de viaje y vas a acercar tu imaginación a la punta de las palmeras: vas a ver los cocos, con los que hicieron el jabón para que tus manos sean suaves esta mañana. Vas a desear que algo de esa playa y esa blancura del coco pase al arroz a través de tus manos cuando lo laves y lo dejes en reposo.

El reposo es importante. En todo. Para hacer el miso shiru vas a perfumar el agua con pequeñas anchoas secas. Vas a imaginar la danza del dulzor del coco con el sabor salado de las anchoas. Como si ese mar que acaricia los pies de las palmeras volviera a hacerlo en Tokio, en tu casa.

No vas a poner muchas anchoas en el agua porque si no esa danza de sabores se transformaría en una lucha. Vas a abrir el natto, y el paquete de nori, ese que compraste después de ahorrar. Nori de una negrura perfecta, como una muerte. Sin los atisbos de verde de las algas comunes. Hay algo de soberbia en este gesto y te vas a avergonzar, pero la idea de un desayuno perfecto va a volver a convencerte de que hiciste bien, de que un solo elemento de otra calidad echaría a perder el trabajo puesto en todos los demás.

Por eso también vas a usar el té del primer brote, ese del sur del Japón.

Vas a retirar el agua del fuego antes de hervir, vas a humedecer apenas las hojas y luego de echar el agua las vas a dejar reposar. Se van a desperezar y van a dejar salir su sabor, su perfume, su esencia verde en tu cocina gris. Vas a ir a la habitación de tu hijo. Vas a quedarte arrodillada junto al futón mirando su respiración. Podrías pasar todo el tiempo del mundo así. Qué egoísta. Podrías dejar que el desayuno se pudriera en la cocina, y el resto del mundo sin sentido se hiciera pedazo allí afuera, y seguir arrodillada junto al futón de Hiro. Como si fuera tuyo y no del mundo que lo espera y del que es un engranaje más.

Vas a poner una mano en su pequeño hombro flaco. El niño va a decir« Hi» y le vas a responder con un tono de voz ni alto ni bajo que es la hora de levantarse. Él se va a restregar los ojos y va a decir «Sí, mamá» y luego se va a volver a tapar para remolonear un minuto más.

Luego vas a volver a la cocina y vas a escuchar cómo Hiro y tu marido se preparan para sus días llenos de obligaciones, como árboles llenos de frutos o de flores. Vas a mezclar la mostaza con el natto: una danza de espadas. Un tintineo filoso en tu nariz. Vas a colocar todo sobre la mesa con el mismo cuidado de cada mañana pero buscando algo más.

Ningún ángulo debe desafinar, ningún color puede chocar o apagarse, deben fluir hasta Hiro y su papá. Los perfumes deben seducir como lo que se oculta. El orden debe ser amable como la voz de las chicas de los ascensores de los grandes almacenes.

Vas a colocar una pequeña flor junto al recipiente del natto. Casi un gesto de vanidad que no vas a poder evitar. Una señal tal vez. Tu marido y Hiro van a arrodillarse alrededor del desayuno. Vas a disfrutar mirándolos comer. Hiro, un poco desgarbado como acurrucado aún en el sueño, se va a restregar la cara con el dorso de la mano que sostiene los ohashi.

Vas a romper un huevo y lo vas a colocar en su bol. Un sol se va a esparcir por un pequeño mundo de arroz. Vas a ver a Hiro terminar de despertarse al masticar, y vas a percibir que se da cuenta de que éste es un desayuno perfecto. Tu marido va a comer hasta el último grano de arroz, lo último del natto, la última fibra «Oishi», va a decir Hiro, y vas a estar satisfecha y vas a agradecer, inclinando apenas la cabeza y sonriendo más con los ojos que con los labios que no se despegan. «Oishi» va a repetir el niño, y vas a sentir un pez globo en el pecho. Tu marido va a volver a asentir.

La mesa va a quedar vacía. Sólo los bols, tazas, pequeños platos, vacíos como esqueletos. Y la flor, abierta como una boca que grita. Muda sentido en su belleza. Hiro va a decir que tiene clase de inglés y se va a levantar corriendo.

Tu marido va a esperar un poco, como si reposara, como el arroz, como el té. Luego se va a poner de pie apoyándose en los puños.

Vas a recoger las cosas de la mesa. Las vas a dejar cubiertas de espuma en la pileta. Te vas a enjuagar las manos para despedirlos. Vas a usar tu jabón de coco una vez más.

Hiro va a llevar su mochila y su gorra de béisbol. Le vas a decir que se la debe quitar antes de entrar al colegio. Él va a asentir y te va a decir que su amigo lo espera en la otra calle. Le vas a decir que no lo haga esperar.

Tu marido, ya en la puerta, antes de calzarse, te va a decir que ha sido un desayuno perfecto. Vas a agradecer Una vez sola en la casa, vas a limpiar en detalle, como siempre, pero de otra manera. Todo puede siempre mejorarse. Qué falta de humildad sería no intentarlo.

Al terminar, te vas a sentar junto al horno y vas a abrir la puerta, hacia abajo como los puentes levadizos. Vas a girar la llave y vas a apoyar la cabeza en la puerta como si fuera una almohada en la que vas a descansar. La nota de disculpas ya estará hecha y la habrás dejado sobre la mesa. Vas a pensar en las playas llenas de sol y palmeras muy altas. En las puntas vas a ver cocos y vas a adivinar su interior blanco y su perfume. Vas a mirar el mar, vas a sentir ese olor extraño que viene y va


futón Del jap. futon. 1. m. Colchoneta de algodón que sirve como asiento o como cama, típica del Japón.

tatami Del jap. tatami, y este der. de tatamu 'doblar'. 1. m. Tapiz acolchado sobre el que se ejecutan algunos deportes, como el yudo o el kárate.


Alejandra Kamiya




BIOGRAFÍA

Alejandra Kamiya nació en Buenos Aires, Argentina, en 1966. Se formó en el mítico taller de Abelardo Castillo. Ha publicado: Los que vienen y los que se van: historias de inmigrantes y emigrantes en la Argentina (2008); Los restos del secreto y otros cuentos (2012); Los árboles caídos también son el bosque (2015) y El sol mueve la sombra de las cosas quietas (2019).
Sus relatos han recibido los premios: 1º Premio en el Concurso de cuentos Cencosud. 1º Premio en el Concurso de cuentos UCA - SUTERH. 2008. 1º Premio en el Concurso de cuentos de Feria del libro de Buenos Aires. 2009. 1º Premio en el Concurso de cuentos Fondo Nacional de las Artes.(junto con otros dos premiados) 2010. 1º Premio en el Concurso de cuentos Metrovías. 1º Premio en el Concurso de cuentos Max Aub. 2011. Mención en el Concurso de cuentos Fundación Lebensohn.


BIBLIOGRAFÍA
Los que vienen y los que se van: historias de inmigrantes y emigrantes en la Argentina (2008)
Los restos del secreto y otros cuentos (2012)
Los árboles caídos también son el bosque (2015)
El sol mueve la sombra de las cosas quietas (2019)


PREMIOS
Premio en el Concurso de cuentos Cencosud
Premio en el Concurso de cuentos UCA - SUTERH. 2008
Premio en el Concurso de cuentos de Feria del libro de Buenos Aires. 2009
Premio en el Concurso de cuentos Fondo Nacional de las Artes 2010
Premio en el Concurso de cuentos Metrovías
Premio en el Concurso de cuentos Max Aub. 2011.

 

ENLACES
http://atletasrevista.com/alejandra-kamiya/
https://www.eternacadencia.com.ar/blog/editorial/tag/Alejandra%20Kamiya.html
http://www.agenciapacourondo.com.ar/fractura/alejandra-kamiya-espero-volverme-cada-vez-mas-austera-no-solo-en-mi-escritura-sino-en-mi
https://www.youtube.com/watch?v=j_tGGUdAmZY
https://www.facebook.com/watch/?v=1315221038640453
© Escritores.org. Contenido protegido. Más información: https://www.escritores.org/recursos-para-escritores/19593-copias






domingo, 10 de septiembre de 2023

500. LEYENDA DE LA DIFUNTA CORREA

 ¿POR QUÉ SURGEN LAS LEYENDAS?

Ya sea porque le es necesario creer en algo que vaya más allá de lo racional, o por convicciones religiosas, por fidelidad a la tradición oral o hasta por ignorancia, en todo el mundo existieron y existen personajes, leyendas y mitos para explicar lo inexplicable, para vincular la realidad con la fantasía o para encontrar soluciones a lo que al hombre le resulta imposible solucionar por medio más ortodoxos.

Es así entonces que desde sus orígenes, quienes habitaron el suelo de la hoy República Argentina, se aferraron a ellos y trascendiendo en el tiempo, llegaron a nuestros días, donde se “aggiornaron” e incrementaron, con dudosas constancias de su realidad y con la hoy mucho más dramática necesidad de “creer”, porque  todos sabemos que “las brujas no existen, pero que las hay, las hay”.

💗💗💗

La Difunta Correa,  cuyo nombre original era Deolinda Correa, es un personaje mítico de nuestro país, que encierra una conmovedora historia de amor y fidelidad. Luego de su muerte, se transformó en objeto de culto y devoción, y se le atribuyeron milagros. Su santuario se encuentra en la localidad de Vallecito, provincia de San Juan, y allí es visitada cada año por miles de creyentes de todo el país y de países vecinos, que llegan para pedirle favores, cumplirle promesas o agradecerle por la ayuda o el milagro concedido.



LA DIFUNTA CORREA

Cuenta la leyenda de la difunta Correa, que DEOLINDA CORREA vivía con su marido CLEMENTE BUSTOS y un pequeño hijo de ambos, en un humilde rancho en cercanías de Angaco, provincia de San Juan y que cuando allá por 1830, durante los crueles sucesos de la guerra entre caudillos que ensombreció a la Patria, las “montoneras” federales de FACUNDO QUIROGA pasaron por su casa en marcha hacia La Rioja, se llevaron, enrolado por la fuerza a su marido.

Pasado el tiempo, luego de varios días sin tener noticias de éste, al enterarse de que había caído prisionero de los unitarios y preocupada por el estado de salud de su marido, DEOLINDA  salió a buscarlo, llevando con ella a su pequeño hijo, un “chifle” con agua y unas pocas provisiones.

Siguió las huellas de la tropa por los desiertos de la provincia de San Juan y alcanzó a llegar al caserío de Vallecito, en cercanías de Caucete,  donde comienzan a abrirse las hondonadas y faldeos que delatan la proximidad de la sierra Pie de Palo.

Poco más allá de Caucete desaparecen los viñedos del valle de Tulum y se inicia el desierto sanjuanino, conocido como la Travesía, un paraje cuya imponente y reseca desolación aun hoy revive su vastedad en relatos que hablan de fieras, venados y rastrilladas frecuentadas por los huarpes y los diaguitas y más tarde por arrieros y troperos.

Matas de pasto duro y raquíticos espinillos recostados alternan con lomadas que a veces parecen médanos, y no hay aquí agua ni posibilidad alguna de traerla mediante obras de riego.

Agotada su provisión de agua y alimentos que llevaba, los rigores del desierto que se atrevió a desafiar en busca de su marido, terminaron por minar las fuerzas de DEOLINDA CORREA.

Estrechó a su pequeño hijo junto a su pecho y antes de poder llegar hasta un algarrobo que le prometía sombra y abrigo, la sed, el cansancio  y el hambre la derrumbaron. Allí quedó tendida, bajo el calcinante sol, aferrando aún entre sus pechos a la criatura, también desfalleciente.

Dicen que se sintió morir y que le rogó a la Virgen para que salve a su pequeño hijo; que conservase la vitalidad de sus pechos, de los que dependía su criatura para alimentarse.

Y el milagro se produjo. Tres días después, unos arrieros que pasaban por el lugar, atraídos por el llanto de un niño,   la encontraron muerta, pero con su hijo vivo, amamantando todavía de sus pechos, el alimento que le permitió sobrevivir. Los hombres dieron sepultura a la mujer  cerca del árbol que había refugiado sus últimos momentos  y se llevaron al niño.

Y allí habría terminado esta dolorosa historia si años más tarde, un arriero chileno llamado ZEBALLOS en un viaje de regreso a su país, a poco de pasar por el lugar donde se hallaba la tumba, vio que su arreo se dispersaba enloquecido por una violenta tormenta que se abatió sobre esos campos.

Desesperado no sólo por la pérdida que ello significaba sino porque el hecho afectaba su nombradía con arriero, reclinado ante la tumba de DEOLINDA, prometió que si recuperaba el ganado, construiría allí una hermosa capilla para que se la honrara. Y otra vez se produjo el «milagro». Al despuntar el nuevo día nuestro buen ZABALLOS encontró a su ganado, pastando apaciblemente en una quebrada,  que lo había protegido de la tormenta

ZEBALLOS cumplió su promesa y erigió un oratorio, que con el andar del tiempo se convirtió en un santuario. Está sobre la actual ruta nacional 141, en proximidades de la localidad de “Vallecito”, Departamento Caucete, en la provincia de San Juan. Parecen construcciones de piedra, pero acercándose a ellas, puede verse que hoy sus paredes, quizás de barro, están totalmente cubiertas de placas, donde los devotos, dejan su agradecimiento por el “milagro” que les concediera la Difunta.

Y fue entonces que esa sencilla devoción,  comenzada por arrieros y troperos se agigantó llevada por ellos hacia sus remotos destinos y a fines del siglo XIX, gran cantidad de promesantes comenzaron a llegar a ese lugar del milagro.

Y si bien fueron los arrieros y luego  los camioneros, quienes difundieron el culto a la difunta Correa, pronto comenzaron a llegar caminantes mostrando llagas en sus pies descalzos, jinetes venidos desde lejos, hombres, mujeres y jóvenes mezclando alcurnias y miserias, unidos todos por la necesidad de un milagro, los que se acercan desde entonces,  con medallas y estampitas con su imagen y con las infaltables botellas, chifles u odres con agua, para que “nunca le falte  agua a la DEOLINDA”, para que no sufra más aquellos rigores de la sed que la abatieron.

Se dice que hasta trescientas mil personas acuden por año al santuario de la difunta Correa y que en Semana Santa,  el cerro se cubre de fieles seguidores,  llegados desde lejanos rincones de nuestra tierra, de Chile, Uruguay, Paraguay y hasta de países tan remotos como Perú y Canadá, según los registros que llevan las autoridades de la provincia de San Juan

https://elarcondelahistoria.com/mitos-cuentos-leyendas-y-supersticiones/




EL MITO Y LA LEYENDA 
👉El MITO es una narración perteneciente a un pueblo o civilización antigua, que intenta explicar el origen de los fenómenos o elementos de la naturaleza, a través de una explicación mágica o fantástica. Los mitos forman parte del sistema religioso de una cultura en la que se suele incluir los relatos sobre la creación de un pueblo, la luna y el fuego, el comienzo de su mundo y los hechos extraordinarios que afectaron a nuestros antepasados.
👩CARACTERÍSTICAS DEL MITO
1. Trata de explicar la realidad. 
2. Son relatos fantásticos. 
3. Surge de la “invención” y la imaginación del hombre primitivo. 
4. Relatan siempre hechos muy antiguos desde los inicios de la vida de un pueblo. 
5. Los protagonistas son seres sagrados o dioses.
👨JEBU NABARAO
En el fondo de las aguas -cuentan los warao- habitan los nabaraos, duendes acuáticos semejantes a los hombres.
Bajo las corrientes del Orinoco, por las noches, se deslizan como peces, como reptiles. En el fondo del agua, los nabaraos viven como indios. Hacen sus sementeras, tienen sus cultivos, cortan leña y salen a pescar. Sin embargo las cosas de su mundo misterioso se parecen poco a las cosas de la Tierra. Allí el sol alumbra distinto, los árboles están cuajados de peces en vez de hojas y flores, los caimanes, los tiburones y las culebras de agua son tan mansos como para montarse sobre ellos.
Para hacer el mar, JEBU NABARAO, el Nabarao-Ballena, padre de los nabaraos, abrió un hoyo en el suelo. Después se metió debajo de la tierra y fue abriendo subterráneos, cortando todos los árboles y arrancando todas las raíces.
Cuando el hoyo estaba muy hondo y muy ancho, salió agua y se formó el Gran Río -el mar-. Y la ballena se metió para siempre.

👉LA LEYENDA es una narración breve de un suceso con parte de la realidad y parte ficticia. El propósito o intención es explicar los hechos, tradiciones y costumbres de un pueblo o lugar de forma sobrenatural.
👩CARACTERÍSTICAS DE LAS LEYENDAS: 
1.Las leyendas están compuestas por 3 momentos: inicio, desarrollo y desenlace. 
2. Aparecen personajes muchas veces con características o apariencia sobrenatural. 
3. Se menciona el tiempo y el lugar donde transcurre la acción. 
4. Las leyendas son anónimas. Se transmiten a través del tiempo en forma oral y se dice que son de creación colectiva.
👨LA LAGUNA DE LAS LLAMAS DEL AMOR, leyenda venezolana: 
Cuenta la leyenda que en Cariaco se encuentra un pueblito denominado Campoma del Estado Sucre, del cual dicen que existe una asombrosa laguna cuyas aguas se incendian por sí mismas en la época de sequía una vez al año.
Nuestra leyenda se remonta a tiempos precolombinos, cuando una vez existieron en sus tribus dos enamorados de la más fina estirpe de los cumanagoto, por un lado la hermosa y cautivadora hija del cacique Taía y su apasionado enamorado de nombre Coare, un campesino de la tribu.
Sin embargo, el padre de la hermosa joven, sin tomar en cuenta sus sentimientos, la ofreció en matrimonio a otro guerrero. El día de su casamiento, Taía cubierta de exuberantes flores y plumas, costumbre de las tribus cumanagotos, al estar cerca de la laguna, se lanzó a lo más profundo. Enseguida Coare se lanzó tras ella, inmediatamente la laguna se incendió. Altas y fuertes llamaradas se alzaban hacia el cielo e impedían que los demás miembros de la tribu se acercaran a salvarla.
Dicen que aquel amor era tan grande que se incendió en lo profundo de las frescas y plácidas aguas de la laguna. Desde entonces, Coare y Taía se alzan en las llamas cada año, en la misteriosa laguna de Campoma.


martes, 15 de agosto de 2023

499. AL ABRIGO, minicuento de Juan José Saer (argentino, 1937-2005)

 

Juan José Saer  (argentino, 1937-2005) 


Un comerciante de muebles que acababa de comprar un sillón de segunda mano descubrió que en un hueco del respaldo una de sus antiguas propietarias había ocultado su diario íntimo. Por alguna razón -muerte, olvido, fuga precipitada, embargo- el diario había quedado ahí, y el comerciante, experto en construcción de muebles, lo había encontrado por casualidad al palpar el respaldo para probar su solidez. Ese día se quedó hasta tarde en el negocio abarrotado de camas, sillas, mesas y roperos, leyendo en la trastienda el diario íntimo a la luz de la lámpara, inclinado sobre el escritorio. El diario revelaba, día a día, los problemas sentimentales de su autora y el mueblero, que era un hombre inteligente y discreto, comprendió enseguida que la mujer había vivido disimulando su verdadera personalidad y que por un azar inconcebible, él la conocía mucho mejor que las personas que habían vivido junto a ella y que aparecían mencionadas en el diario. El mueblero se quedó pensativo. Durante un buen rato, la idea de que alguien pudiese tener en su casa, al abrigo del mundo, algo escondido -un diario, o lo que fuese-, le parecía extraña, casi imposible, hasta que unos minutos después, en el momento en que se levantaba y empezaba a poner en orden su escritorio antes de irse para su casa, se percató, no sin estupor, de que él mismo tenía, en alguna parte, cosas ocultas de las que el mundo ignoraba la existencia. En su casa, por ejemplo, en el altillo, en una caja de lata desimulada entre revistas viejas y trastos inútiles, el mueblero tenía guardado un rollo de billetes, que iba engrosando de tanto en tanto, y cuya existencia hasta su mujer y sus hijos desconocían; el mueblero no podía decir de un modo preciso con qué objeto guardaba esos billetes, pero poco a poco lo fue ganando la desagradable certidumbre de que su vida entera se definía no por sus actividades cotidianas ejercidas a la luz del día, sino por ese rollo de billetes que se carcomía en el desván. Y que de todos los actos, el fundamental era, sin duda, el de agregar de vez en cuando un billete al rollo carcomido. Mientras encendía el letrero luminoso que llenaba de una luz violeta el aire negro por encima de la vereda, el mueblero fue asaltado por otro recuerdo: buscando un sacapuntas en la pieza de su hijo mayor, había encontrado por casualidad una serie de fotografías pornográficas que su hijo escondía en el cajón de la cómoda. El mueblero las había vuelto a dejar rápidamente en su lugar, menos por pudor que por el temor de que su hijo pensase que él tenía la costumbre de hurgar en sus cosas. Durante la cena, el mueblero se puso a observar a su mujer: por primera vez después de treinta años le venía a la cabeza la idea de que también ella debía guardar algo oculto, algo tan propio y tan profundamente hundido que, aunque ella misma lo quisiese, ni siquiera la tortura podría hacérselo confesar. El mueblero sintió una especie de vértigo. No era el miedo banal a ser traicionado o estafado lo que le hacía dar vueltas en la cabeza como un vino que sube, sino la certidumbre de que, justo cuando estaba en el umbral de la vejez, iba tal vez a verse obligado a modificar las nociones más elementales que constituían su vida. O lo que él había llamado su vida: porque su vida, su verdadera vida, según su nueva intuición, transcurría en alguna parte, en lo negro, al abrigo de los acontecimientos, y parecía más inalcanzable que el arrabal del universo.

💢💢💢💢💢💢💢


💢💢💢💢💢💢💢
Juan José Saer (Serodino, 28 de junio de 1937-París, 11 de junio de 2005) fue un escritor argentino, considerado uno de los más importantes de la literatura argentina, latinoamericana y de la literatura en idioma español del siglo XX.1​2​

Martín Kohan lo llamó «el escritor más relevante de Argentina después de Borges»,3​ y Beatriz Sarlo «el mejor escritor argentino de la segunda mitad del siglo XX».4​ En el 2007, la revista colombiana Semana confeccionó una lista de los mejores 100 libros en lengua castellana de los últimos 25 años, donde sus novelas El entenado (1983), La grande (2005) y Glosa (1986) fueron seleccionadas.5​ Su obra ha sido traducida a los idiomas francés, inglés, alemán, italiano, portugués, neerlandés, sueco, griego, checo y japonés, entre otros.

Biografía

Primeros años
Juan José Saer nació el 28 de junio de 1937 en Serodino, una localidad del departamento de Iriondo (provincia de Santa Fe, Argentina) ubicada a cuarenta kilómetros al noroeste de la ciudad de Rosario, donde pasó sus primeros años. Su familia era de origen extranjero: sus padres y sus abuelos eran inmigrantes sirios católicos, que se dedicaron al comercio. Su padre tuvo un almacén de ramos generales.6​7​

En 1948 su familia se trasladó a la ciudad de Santa Fe, donde concluyó su educación y se desempeñó algunos años como periodista, al mismo tiempo que tomó contacto con un grupo local de escritores, entre los que se encontraba el poeta Hugo Gola. A través de ello entabló amistad con el poeta entrerriano Juan L. Ortiz, a quien ya de adulto consideró un maestro y cuya obra influyó de manera decisiva en su escritura.

Trayectoria literaria
En su primer libro de cuentos, En la zona (1960), aunque son notorias las influencias borgeanas, ya se advierte, desde el título, la fijación de un espacio narrativo en el que se desarrollará la mayor parte de su obra, y que se anuncia en el último cuento del volumen, «Algo se aproxima». Dos años más tarde se trasladó a Colastiné Norte, un barrio costero alejado del centro de la ciudad, donde escribiría otros cuatro libros: las novelas Responso (1964) y La vuelta completa (1966), ambas de corte existencialista, y los cuentarios Palo y hueso (1965) y Unidad de lugar (1967). Al mismo tiempo, combinó la escritura con su actividad docente, enseñando Historia del Cine y Crítica y Estética Cinematográfica en la Universidad Nacional del Litoral.8​

Obtuvo una beca de la Alianza Francesa para ir a París en 1968.9​ En principio pensaba ir solo por seis meses, pero terminó quedándose de manera definitiva, aunque volvería a la Argentina con frecuencia. Retomó su actividad docente en la Universidad de Rennes, donde dictó clases de Literatura hasta su retiro en 2002. Allí conoció a Laurence Gueguen, quince años menor que él, y que terminaría siendo su segunda esposa y madre de su hija Clara, quien nació en 1980.10​

En la capital francesa comienza su madurez literaria, ya que a partir de allí publicaría sus obras más célebres. En 1969 apareció su novela Cicatrices, considerada por la crítica como su primera novela madura. Un año después nació su hijo Jerónimo (1970-2015), quien se destacó como músico y cineasta.11​12​ Después de trabajar en ella durante nueve años, en 1974 publicó la que se considera su novela más radical y compleja, El limonero real.13​

Los años siguientes fueron definidos por Saer como los más difíciles de su vida, en parte por un sentimiento de desarraigo y la situación política de Argentina en esos años, además de problemas personales, como el divorcio de su primera esposa y el traslado a Rennes, que lo mantuvo alejado de su hijo.10​ Durante este período publicó el libro de cuentos La mayor (1976) y un poemario, El arte de narrar (1977), que reeditaría con ampliaciones en 1988 y en 2000.

En 1980 publicó Nadie nada nunca, una suerte de policial en donde vuelve a experimentar con la recursividad de una narración contada desde distintos puntos de vista. Saer la escribió a lo largo de cuatro años en un aislamiento completo, y la definió como «una de mis novelas más experimentales».14​ Con esta obra le llegó el reconocimiento de la crítica, que convertiría a Saer en uno de los autores más destacados en la literatura en español.

Luego se distanció de la experimentación formal, volviendo a un tipo de narración más inteligible. En 1983 apareció El entenado, la primera de tres novelas que Saer llamó "de la llanura", y que transcurren en un tiempo alejado del resto de sus obras. Con esta obra le llegó también el reconocimiento del público, y al día de hoy sigue siendo una de sus novelas más leídas y estudiadas. Glosa (1985), considerada por algunos como su mejor novela, y que fue la favorita del autor, ya que "es el libro que más se parece a lo que quería hacer", según declaró.15​16​

En 1987 publicó La ocasión, otra novela histórica, esta vez situada en el siglo xix, con la que obtendría el Premio Nadal ese año, y en 1992 Lo imborrable, que retoma personajes que habían aparecido en novelas anteriores (La vuelta completa, Glosa). Por esa época apareció su "tratado imaginario" El río sin orillas, texto híbrido entre ficción, ensayo e historia sobre el Río de la Plata. Incursionó en el género policial con La pesquisa (1994), y tres años después apareció Las nubes, novela histórica escrita a partir de un manuscrito que encuentran los protagonistas del libro anterior. El mismo año lanzó El concepto de ficción, y en 1999, La narración-objeto, dos volúmenes de ensayos en los que, además de analizar la obra de otros autores, expone los fundamentos teóricos de su programa narrativo.

El cuentario Lugar (2000) fue el último libro que alcanzó a publicar en vida. Al año siguiente Seix Barral publicó sus Cuentos completos en orden inverso, desde los más recientes hasta los primeros, con cuatro relatos escritos en los años 60 y que hasta entonces no han figurado en libro. En 2004 recibió el Premio Konex de Platino en la categoría Novela: Quinquenio 1994-1998.

Fallecimiento y legado
Víctima de un cáncer de pulmón, Saer falleció en la ciudad de París el 11 de junio de 2005, a los 67 años, y fue sepultado en el cementerio del Père-Lachaise (nicho 25722).17​18​ Al momento de su muerte estaba escribiendo los últimos capítulos de su última y más extensa novela, La grande, que terminó publicándose póstumamente en el año 2005 junto con Trabajos, una colección de artículos literarios aparecidos en diversos diarios y revistas que Saer ya tenía lista para publicar. Además de esos títulos, entre 2012 y 2015 la editorial Seix Barral publicó una colección de textos inéditos de Saer bajo el título de Borradores inéditos, reunidos en cuatro volúmenes: los primeros dos de borradores y notas, el tercero de poemas y, el cuarto, de ensayos.19​20​ Con estos textos, según su editor Alberto Díaz, quedó publicada su obra completa.21​22​

En febrero de 2019, el municipio de Serodino en colaboración con el gobierno provincial recuperó la casa natal de Saer para convertirla en un centro cultural.23​24​25​
FIN

Obras
Ignorado durante gran parte de su vida, con un programa narrativo riguroso y solitario que lo hizo escribir de espaldas a fenómenos editoriales como el boom latinoamericano (al que desdeñó), la obra de Saer ha obtenido, a partir de los años ochenta sobre todo, el reconocimiento de la crítica especializada, tanto en Argentina como en Europa.8​

Su obra abarca doce novelas, cinco libros de cuentos, cuatro de ensayos y uno de poemas. La publicación de sus cuentos completos permitió incluir un sexto libro de relatos, armado para la ocasión con tres textos que habían aparecido en revistas o diarios y uno inédito.

Junto con Juan Carlos Onetti, Saer es el escritor rioplatense que más evidencia la influencia del escritor estadounidense William Faulkner, especialmente por la recurrencia de un grupo de personajes (Carlos Tomatis, Ángel Leto, Washington Noriega, el Matemático, etc.). Asimismo, Saer toma del estadounidense la prosa trabajada, de oraciones largas, y el trabajo con los puntos de vista, combinándolo con detalladas descripciones de los espacios y la acción narrativa. La fijación en los elementos del paisaje y la fijación con el espacio del Litoral es también influencia de sus lecturas poéticas, especialmente de Juan L. Ortiz, a quien Saer consideraba «el más grande poeta argentino del siglo XX».26​

El cine no se mantuvo ajeno a su actividad: además de desempeñarse como docente en el Instituto de Cinematografía de la Universidad del Litoral de Argentina, escribió dos guiones cinematográficos: Palo y hueso (1968), película dirigida por Nicolás Sarquis basada en un cuento suyo, y Las veredas de Saturno (1985), rodada por Hugo Santiago, esta vez en coautoría.27​

La siguiente lista contiene una breve sinopsis de cada uno de sus libros:
-En la zona (1960): primer volumen de cuentos de matiz decididamente borgeano: es la «canción de gesta de los cuchilleros», pero en torno a marginales del puerto santafesino. Ya se vislumbra sin embargo la ciudad como topos privilegiado de su narrativa. Saer renegó un poco de este libro y es cierto que es todavía inmaduro. Pero (señala la crítica) tiene el mérito de anunciar todo su «programa» en el último cuento del volumen, Algo se aproxima.
-Responso (1964): primera novela editada de la serie. Un bautismo de fuego bastante bien logrado, con un trabajo narrativo más bien clásico.
-Palo y hueso (1965): este segundo volumen de cuentos sigue todavía como laboratorio en la búsqueda de la forma propia. Un cuento, Por la vuelta, anticipa su segunda novela.
-La vuelta completa (1966): escrita entre 1961 y 1963, es la primera novela del autor y la segunda más extensa después de La grande. De filiación existencialista, a pesar de sus defectos de composición ya se percibe el estilo más tarde desarrollado por Saer en el trabajo con el tiempo y los puntos de vista de los dos narradores, que alcanzaría su punto más radical en El limonero real y Nadie nada nunca. Primera aparición del elenco estable de varias de sus novelas: Tomatis, Barco, Rosemberg, Rey, Leto, etc.
-Unidad de lugar (1967): primeros cuentos de madurez. Sobresale el cuento Sombras sobre vidrio esmerilado, uno de los más célebres del autor.
-Cicatrices (1969): cuatro historias narradas por cuatro protagonistas de cuatro capítulos diferentes que giran en torno a un hecho común: un obrero metalúrgico que mata a su esposa el día del trabajador. El telón de fondo de la historia lo constituye el fantasma del peronismo proscripto. La crítica la considera su primera novela madura.
-El limonero real (1974): ambientada en las afueras de Santa Fe, en el pueblo isleño de Colastiné, esta novela es quizás la más radical y compleja de su obra. Saer tardó nueve años en escribirla. La anécdota es mínima: se narran los sucesos del último día del año en la vida de unos isleños. La filiación con Joyce es clara y está trabajada de manera minuciosa.
-La mayor (1976): el relato que da título al volumen es el más radical de su obra. Prosigue, hasta fines insospechados, su experimentación con la anécdota mínima y una prosa que se sostiene solo por el ritmo. Los acontecimientos se borran de la trama narrativa. Diálogo polémico-poético con Proust. Sobresale también el cuento A medio borrar, que narra la partida de Pichón Garay de la ciudad durante una inundación.
-El arte de narrar: poemas, 1960/1975 (1977): único libro de poemas de Saer. El escritor agregaría poemas nuevos en sucesivas reediciones.
-Nadie nada nunca (1980): en la estela de las dos narraciones anteriores y también ambientada en Colastiné. Trabajado juego con los puntos de vista, se narra lo mismo, una y otra vez, desde la perspectiva de distintos personajes. La dictadura militar argentina es un telón de fondo discreto de la «acción» (porque en realidad no pasa casi nada) de la novela, en un ambiente enrarecido y oprimente. Publicada sin repercusión alguna el mismo año que Respiración artificial, primera novela de Ricardo Piglia, Nadie nada nunca es una de las cimas de la experimentación saeriana con la trama narrativa.
-El entenado (1983): primera de tres novelas "históricas", no por serlo en un sentido estricto del término sino por estar situadas en un tiempo lejano al que transcurren sus otras novelas. Ambientada durante la conquista de América, El entenado cuenta la historia de un grumete que vivió diez años entre los indios colastinés y volvió a Europa para escribir sus memorias. La prosa es impecable y, si bien se vuelve a un tipo de narración más inteligible, esta novela es un exquisito diálogo con los relatos de crónicas de viaje y, a su modo, constituye el mito de origen del espacio geográfico saeriano y, por ende, de su misma obra.
-Glosa (1986): Dos amigos, Ángel Leto y el Matemático, caminan durante veintiuna cuadras por una calle del centro de la ciudad y reconstruyen una fiesta de cumpleaños a la que ninguno de los dos asistió. Construida en relación con la estructura de El banquete de Platón, esta novela es una comedia genial sobre la memoria, el relato, el tiempo y la muerte. Algunos críticos la consideran su mejor novela, y el propio Saer la consideraba su favorita.
-La ocasión (1987). Con esta obra ganó el Premio Nadal: segunda novela ambientada en un tiempo pasado y desligada del marco principal de sus novelas, transcurre en la pampa argentina durante el siglo xix y la protagoniza un extranjero de origen difuso que se dedica al mentalismo. Refutado por los positivistas en París, Burton quiere demostrar la inferioridad de la materia respecto del poder del espíritu. La historia de su posible locura, mezclada con su obsesión por una mujer (metáfora del fracaso de su teoría), se entreverá con la historia del nacimiento de una nación.
El río sin orillas: tratado imaginario (1991): inclasificable obra, mezcla de ensayo, historia y novela. Su único parangón en la literatura argentina es, quizás, el Facundo de Sarmiento.
-Lo imborrable (1992): narrada por su personaje más famoso, Carlos Tomatis, esta novela es una suerte de monólogo lírico en el que se cuenta la salida de su protagonista a la vida luego de un largo período de depresión. Con el negro marco de la dictadura militar, la acción se desarrolla en 1981 y la novela constituye el cierre de una trilogía que comienza con La vuelta completa y continúa con Glosa (ambientadas las dos en el año 1961).
-La pesquisa (1994): la novela policial de Saer, esta obra tuvo un cierto éxito de ventas. De visita en la Argentina, Pichón Garay le relata a sus amigos el caso de un asesino serial que ataca a las ancianas en París.
-El concepto de ficción (1997): ensayos en los que Saer reflexiona sobre la obra de otros escritores, sobre nociones de crítica y teoría literaria y, más que nada, sobre su obsesión de siempre: la posibilidad de narrar.
-Las nubes (1997): tercera y última novela desgajada de su proyecto narrativo principal. Un manuscrito encontrado por los personajes de La pesquisa encierra la historia de una odisea por la pampa argentina protagonizada por unos enfermos mentales conducidos por un grupo de psiquiatras. Es el motivo, reincidente en la literatura argentina y en todas las literaturas, del viaje, que siempre se alegoriza para hablar sobre otros temas, en este caso retomando los tópicos de la novela anterior.
-La narración-objeto (1999): segundo libro de ensayos sobre literatura. Retoma temas y problemas ya desarrollados por Saer en El concepto de ficción, por lo que puede considerarse un complemento de aquel.
-Lugar (2000): último libro de cuentos de Saer. Este texto hubiera abierto, quizás, una nueva brecha en su recorrido narrativo, puesto que se vuelve a formas más elementales del relato y se sale del estricto marco espacial que delimitaba la narrativa saeriana. Sobresale un relato pseudo policial que es una continuación de La pesquisa.
-La grande (2005): la última novela de Saer es también la más extensa y ambiciosa. La acción transcurre a lo largo de una semana, día por día: el regreso del protagonista del cuento Tango del viudo a la ciudad, su reencuentro con su pasado y la organización de un asado en el que convergen por última vez los personajes del universo saeriano, conforman la trama de la novela. Summa literaria que cierra su ciclo novelístico, a pesar de ser un texto inconcluso.
-Trabajos (2005): artículos escritos para la prensa, con un formato breve y una gran condensación de ideas. Cierra el trabajo ensayístico de un escritor que, con mayor y con menor fortuna, se dedicó a opinar acerca de lo que más sabía: literatura.

jueves, 20 de julio de 2023

498. LA CÁMARA DE LAS ESTATUAS de Jorge Luis Borges

 


LA CÁMARA DE LAS ESTATUAS de Jorge Luis Borges (1899-1986) cuento de su libro Historia Universal de la infamia (1936)

En los primeros días había en el reino de los andaluces una ciudad en la que residieron sus reyes y que tenía por nombre Lebtit o Ceuta, o Jaén. Había un fuerte castillo en esa ciudad, cuya puerta de dos batientes no era para entrar ni aun para salir, sino para que la tuvieran cerrada. Cada vez que un rey fallecía y otro rey heredaba su trono altísimo, éste añadía con sus manos una cerradura nueva a la puerta, hasta que fueron veinticuatro las cerraduras, una por cada rey. Entonces acaeció que un hombre malvado, que no era de la casa real, se adueñó del poder, y en lugar de añadir una cerradura quiso que las veinticuatro anteriores fueran abiertas para mirar el contenido de aquel castillo. El visir y los emires le suplicaron que no hiciera tal cosa y le escondieron el llavero de hierro y le dijeron que añadir una cerradura era más fácil que forzar veinticuatro, pero él repetía con astucia maravillosa: "Yo quiero examinar el contenido de este castillo". Entonces le ofrecieron cuantas riquezas podían acumular, en rebaños, en ídolos cristianos, en plata y oro, pero él no quiso desistir y abrió la puerta con su mano derecha (que arderá para siempre). Adentro estaban figurados los árabes en metal y en madera, sobre sus rápidos camellos y potros, con turbantes que ondeaban sobre la espalda y alfanjes suspendidos de talabartes y la derecha lanza en la diestra. Todas esas figuras eran de bulto y proyectaban sombras en el piso, y un ciego las podía reconocer mediante el solo tacto, y las patas delanteras de los caballos no tocaban el suelo y no se caían, como si se hubieran encabritado. Gran espanto causaron en el rey esas primorosas figuras, y aun más el orden y silencio excelente que se observaba en ellas, porque todas miraban a un mismo lado, que era el poniente, y no se oía ni una voz ni un clarín. Eso había en la primera cámara del castillo. En la segunda estaba la mesa de Solimán, hijo de David —¡sea para los dos la salvación!—, tallada en una sola piedra esmeralda, cuyo color, como se sabe, es el verde, y cuyas propiedades escondidas son indescriptibles y auténticas, porque serena las tempestades, mantiene la castidad de su portador, ahuyenta la disentería y los malos espíritus, decide favorablemente un litigio y es de gran socorro en los partos.

En la tercera hallaron dos libros: uno era negro y enseñaba las virtudes de los metales de los talismanes y de los días, así como la preparación de venenos y de contravenenos; otro era blanco y no se pudo descifrar su enseñanza, aunque la escritura era clara. En la cuarta encontraron un mapamundi, donde estaban los reinos, las ciudades, los mares, los castillos y los peligros, cada cual con su nombre verdadero y con su precisa figura.

En la quinta encontraron un espejo de forma circular, obra de Solimán, hijo de David —¡sea para los dos la salvación!—, cuyo precio era mucho, pues estaba hecho de diversos metales y el que se miraba en su luna veía las caras de sus padres y de sus hijos, desde el primer Adán hasta los que oirán la Trompeta. La sexta estaba llena de elixir, del que bastaba un solo adarme para cambiar tres mil onzas de plata en tres mil onzas de oro. La séptima les pareció vacía y era tan larga que el más hábil de los arqueros hubiera disparado una flecha desde la puerta sin conseguir clavarla en el fondo. En la pared final vieron grabada una inscripción terrible. El rey la examinó y la comprendió, y decía de esta suerte: "Si alguna mano abre la puerta de este castillo, los guerreros de carne que se parecen a los guerreros de metal de la entrada se adueñarán del reino".

Estas cosas acontecieron el año 89 de la Hégira. Antes de que tocara a su fin, Tárik se apoderó de esa fortaleza y derrotó a ese rey y vendió a sus mujeres y a sus hijos y desoló sus tierras. Así se fueron dilatando los árabes por el reino de Andalucía, con sus higueras y praderas regadas en las que no se sufre de sed. En cuanto a los tesoros, es fama que Tárik, hijo de Zaid, los remitió al califa su señor, que los guardó en una pirámide.

(De Libro de las 1001 Noches, noche 272)




lunes, 19 de junio de 2023

496. LA BODA cuento de Silvina Inocencia Ocampo (argentina, 1903-1993)

Silvina Ocampo (1903-1993)


LA BODA (Publicado en: Las invitadas, 1961)

¿Por qué me casé? Bien dicen «Casamiento y mortaja, del cielo bajan». Todo ocurrió por casualidad: muchas personas no lo creen. Estábamos sentados, Armando y yo, en los sillones de mimbre de la cocina, a las doce y media de la noche cuando llegó mi tía sombrero en mano. Tengo una cabellera enrulada, que me llega a la cintura; se había enredado al mimbre del sillón. Armando la desenredaba en ese momento y seguramente parecíamos novios. Por el color violeta de su cara sé que mi tía, al vernos juntos a Armando y a mí —a tales horas, la punta de mi cabellera en la mano de Armando arrodillado a mis pies, para colmo de mi desdicha—, sé que mi tía pensó cosas feas, aunque no dijo nada, porque hay que tragarse las cosas feas, según ella misma aconseja. ¿Qué iba a decir? Me quiere demasiado. Abrió la puerta de calle, extendió el brazo. La mano, el índice, indicando la salida a Armando, que se puso colorado. Tomó su abrigo, el pobre, y desapareció en la oscuridad del zaguán, sin decir «Adiós Filomena» como era su costumbre.

—Ahora se casarán —repitió mi tía, durante muchos días—. Ahora se casarán.

Armando y yo nos casamos. Nos casamos sin que yo lo deseara ni tratara de evitarlo. No me agradaba Armando, aunque tuviera buen porte, ojos grandes, tez morena y energía para el trabajo. Parecía, por más que no lo fuera, siempre sucio. Debajo de los puños de la camisa, entre las cejas, juntándoselas, adentro de su nariz y de sus orejas puntiagudas y en el nacimiento de cada uno de los dedos se le veía un vello negro.

—Los hombres tienen que ser peludos para ser hombres —decía Carmen.

El día de nuestro casamiento fue el más frío del año. Nos tocó casarnos en el mes de agosto. Temí que la helada se transformara en nieve aquella mañana y desbaratara de ese modo la fiesta que, después de todo, iba a ser lo más agradable de la boda.

En casa de mi tía, esperamos a Armando para ir juntos a la iglesia. No está bien que una novia espere al novio y no me gustó la cosa. Se hizo esperar: estaba en el consultorio del dentista arreglándose la nueva dentadura y, cuando llegó, a pesar de la demora, todos lo felicitaron por lo buen mozo que estaba y yo tuve que sonreír.

En la iglesia había otro casamiento lujoso, por eso el altar mayor estaba cubierto de flores blancas, de manteles con puntillas, que parecían trabajados a mano por las monjas, de cirios que reverberaban, lo que fue una suerte para nosotros. Después del casamiento, que duró lo que dura un lirio, a pesar de mi nerviosidad al contestar al cura si quería a Armando por esposo, nos esperaba la fiesta en la casa que habíamos alquilado: fiesta organizada por mis tíos, con mesas que parecían una sola, de cinco metros de largo, dispuesta en el centro del patio, con mantel blanco, flores blancas y toda clase de sándwiches, masas y empanadas en fuentes de cartón pintadas, y bebidas buenas, a más del chocolate espeso, que todo el mundo ponderó y bebió con preferencia.

Los regalos estaban ordenados en el dormitorio: una colcha con una enorme dalia en el centro; una fuente de plata con una cigüeña labrada; un salto de cama rojo con bordado azul Francia; un collar de perlas; una virgencita de Luján que sirve de velador; una frazada de pura lana; un florero divino alto, de cuello angosto, tallado para una sola flor, de esas de género; una bombonera de material plástico muy novedosa; un par de chinelas de quedarse boba.

Yo me sentía bastante alegre por la fiesta, si no pensaba que era la celebración de mi casamiento. Aquella noche debí de enfermar, pues al poco tiempo me llevaron al sanatorio, donde pasé un año, lejos de Armando. Cuando me dieron de alta y volví a mi casa, no podía creer a mis ojos. Armando me había preparado una serie de sorpresas: una máquina de coser, una radio y una bicicleta.

El médico me había prohibido hacer ejercicio y trabajar, eso era lo malo. Pero durante los primeros días me alegré mirando la bicicleta pintada de rojo. Armando me desagradaba siempre. Sus regalos no lo volvieron más simpático a mis ojos. Se me antojaba que era un bosque al mirar el vello de su pecho desnudo, o que era un mono, al verlo comer o vestirse por las mañanas, pero jamás el galán de cine que me seduce tanto.

Dormía con un cuchillo bajo el colchón, por si entraban ladrones de noche. Este detalle, lejos de tranquilizarme, me inquietaba. Un día, temprano, oí una gritería en la calle: había una pelea. Salí al patio, abrí la puerta y una señora enorme con uñas pintadas y una hija emperifollada, preguntó por mi marido.

—Venimos a buscarlo —dijo—. Ha seducido a mi hija. Está encinta.

Comprendí la verdad: Armando me había traicionado. No pude soportarlo. Pensé primero matar o hacer abortar a golpes a mi rival, después acuchillar o quemar a Armando echándole una lata de nafta encendida; después suicidarme, pero no hice nada, no dije nada. Una mujer enamorada no puede sobrevivir a un engaño. Varias personas me aconsejaron que abandonara a mi marido, pero yo no puedo hacerlo. Por ahora me quedaré con él, porque uno se enamora, después de todo, una sola vez en la vida, pero, si vuelvo a ver a esa desvergonzada, lo mataré o me suicidaré.

Publicado en: Las invitadas, 1961


ENTREVISTA A SILVINA OCAMPO PARA EL DIARIO "LA NACIÓN"

10 de mayo de 2020    hora: 00:56

Ir a notas de Hugo Beccacece https://www.lanacion.com.ar/autor/hugo-beccacece-736/

Hugo Beccacece

PARA LA NACION

Esta entrevista (una versión reducida de la original) se publicó en LA NACION el 28 de junio de 1987.

https://www.lanacion.com.ar/cultura/silvina-ocampo-llegue-40-50-segui-enamorandome-nid2362661/

Es una de las mujeres más seductoras del país y también una de sus escritoras más importantes. Es también la menor de las célebres hermanas Ocampo. La mayor, la legendaria Victoria, directora de Sur, fue la primera en ingresar en el mundo de las letras. Pero mientras Victoria se dedicó a rendir testimonio de la realidad, Silvina dio rienda suelta a una imaginación tan poderosa como original. Escribió libros de cuentos como La furia, Las invitadas e Informe del Cielo y del Infierno; obras de poesía como El viaje olvidado, Lo amargo por lo dulce y Poemas del amor desesperado. Convencerla para que conceda una entrevista es una tarea que debería encarar un corresponsal de guerra. Pero uno no tiene que eludir balas ni granadas, sino sus excusas, su deseo de estar sola, sus temores, su timidez. No quiere que nadie grabe lo que dice y le desagrada que se tomen notas. Quiere que todo sea lo más parecido posible a una conversación entre amigos. Uno no debe jugar al reportaje, sino a las visitas, cuidar los silencios para no quebrar el clima íntimo que ella sabe crear con sus anécdotas, sus reflexiones y también sus graciosas impertinencias.

–Uno de los temas favoritos en tu obra es el de las metamorfosis.

–Sí, siempre me fascinaron. He leído muchas veces el libro de Ovidio sobre las metamorfosis. ¿No te parece maravilloso que una cosa cambie y se transforme en otra? Yo acepto esos cambios. Hay gente que los rechaza. Yo no. Me gusta ver cómo una cosa se hace otra; tiene algo de monstruoso y de mágico. Además en la vida todos nos metamorfoseamos. ¡Qué palabra horrible! Cambian nuestras caras, nuestros sentimientos. En Mar del Plata, hace años, hice una escultura de arena muy hermosa. Era una mujer, de un estilo clásico. Me enamoré de esa escultura, sabía que el agua la iba a destruir en unas horas. Hubiera querido preservarla. Me gustaba tanto ver cómo la luz la transformaba. Era dorada por la mañana, casi blanca al mediodía, rosada al atardecer. Escribí un poema sobre ella, para que no desapareciera del todo. Pero no lo he publicado porque van a decir que el tema de la arena lo copié de Borges. Era él muy amigo mío y escribió tanto sobre cosas de arena. Pero mi poesía es anterior.

–¿Te gusta que la gente cambie?

–A veces, eso es terrible. Los seres que uno quiere son divinos cuando te aman, pero se convierten en monstruos cuando te dejan de querer y, sin embargo, no podés prescindir de ellos. Hubo mañanas en que me despertaba y, pensando en la persona que quería en ese momento, me preguntaba: "Pero ¿por qué tengo que seguir viviendo, por qué?". Son días en que uno no tiene fuerzas para nada, solo para llorar. Cuando me he enamorado, me he entregado por completo. He sido sincera y he esperado que los otros también lo fueran conmigo. Pero los otros nunca son sinceros, nunca terminás de conquistarlos; siempre se reservan algo que uno no imaginaba... Desde chica yo era muy imaginativa y me ilusionaba con las cosas y las personas, hacía planes. Y después nada era como yo había creído. Las desilusiones me gustaban, y me gustan, porque cuando algo resulta distinto, aun cuando se trate de una decepción, siento que me sumerjo en un mundo desconocido. La desilusión tiene eso de excitante: lo imprevisto.

–En muchos de tus cuentos se tiene la impresión de escuchar el tono de voz de una chica de diez años. ¿Por qué?

–La nena todavía vibra en mí. Sigo siendo una nena. Algunas personas dicen que los chicos no sufren. Quizás ahora no. Pero sí sufrían cuando yo era chica. Tenían que esconder lo que sentían. Un chico sensible se sentía inseguro porque todo estaba lleno de prohibiciones; porque en todas partes había trampas y uno siempre estaba expuesto al ridículo.

–¿Le temías a la gente?

–De chica, no me gustaba. Solo quería y me gustaban muy pocas personas. La gente siempre me ha perturbado. Cuando no me gusta, porque no me gusta; y cuando me gusta, porque me gusta, porque me encantaría estar siempre con ella, porque la extraño cuando no está. Recuerdo que me llevaban a comer a casa de mi abuela y me pedían que contara lo que me pasaba en la plaza. A mí me daba miedo hablar y que todos hicieran silencio para escucharme. Hablaba cuando todos hablaban, lo que decía se perdía en la confusión. Y cuando los demás se callaban, yo también me callaba. Si me decían: "¿Por qué no hablás?", yo respondía: "Pero si ya hablé". Y después seguía un largo silencio.

–¿Qué gente te gustaba?

–La gente vieja porque contaba cosas interesantes. Me gustaban mucho los viejos, los cuidaba, los atendía. A la casa de San Isidro iban muchos mendigos. A mí me encantaba servirles té con leche o café con leche; algo que tuviera leche con nata. La nata me parecía asquerosa. Pero me daba curiosidad ver cómo otros se tragaban la nata tan repugnante.

–¿Qué opinaba tu familia de esa pasión por los mendigos?

–No les gustaba. No querían que yo los atendiera. Pero yo lo hacía igual. La pobreza me parecía divina. En ese entonces, cerca de San Isidro, vivían muchos chicos pobres. A mí me parecían tan superiores a los que nos visitaban, mucho más divertidos que mis primas. Mis primas eran unas pavotas, unas inútiles. No sabían robar nada; no sabían juntar coquitos; estaban siempre impecables, no se movían para no desarreglarse. Los mendigos, en cambio, tenían unos pelos despeinados, unas crenchas espléndidas. Además esos chicos pobres estaban siempre quemados por el sol; tenían un color de piel tan lindo. Siempre me quedó la añoranza de la pobreza. Después crecí y me di cuenta de que la riqueza tiene sus ventajas. Pero la pobreza te da libertad: uno no teme perder nada, no está atado a nada.

–¿Cuáles son las ventajas de la riqueza?

–La haraganería. Poder pasarse horas sin hacer nada. De chica quería trabajar para parecerme a los pobres. De grande, trabajé mucho porque quería ser pintora. Yo creía que todos pintaban mejor que yo, después me di cuenta de que muchos de esos que yo creía grandes pintores pintaban peor que yo. En París estudié con De Chirico. Él me dijo que nunca sería una buena pintora. Pero pinté y dibujé mucho. En San Isidro hice retratos de toda la gente que vivía en el Bajo, de los pobres, de los guardabarreras, de los linyeras. Me había hecho amiga de todos ellos: los saludaba, los besaba. A mi familia le parecía muy mal que yo tuviera esas amistades. Tenían miedo de que robaran algo, de que me contagiaran una enfermedad, de que hicieran quién sabe qué cosa. Una vez, alguien de los míos me dijo: "No podés tener ese trato con esta gente. Así nunca vas a lograr que te respeten". Y yo le respondí: "Yo no quiero que me respeten. Yo quiero que me quieran".

–Tu familia era muy tradicional y bastante severa, según cuenta Victoria en sus memorias. Defender su modo de sentir y de pensar le costó bastante antes de casarse y aún después. Tu personalidad y tu obra son poco convencionales. ¿Sufriste la severidad de ese medio?

–Mirá, a Victoria le gustaba pelearse. Yo, en cambio, hice desde chica todas las cosas que me prohibían. Las más prohibidas y hasta las que no me habían prohibido porque no se les ocurría que una nena como yo pudiera hacerlas. Además, había cosas que ellos ni siquiera sabían que existían. Hice de todo a escondidas. A mí me gustaba esconderme.

–Tus relaciones con Victoria deben de haber sido tensas, sobre todo en la niñez, cuando vivían en la misma casa.

–Ella era quince años mayor que yo. Después se casó y dejó de vivir con nosotros. Más que hablarnos, nos comunicábamos por carta. Yo le tenía miedo. Cuando se enojaba, no sabía hasta dónde podía llegar. Era grande y fuerte, y yo era la menor. De modo que cuando la veía enojada me escondía, me iba por ahí y esperaba que se le fuera el enojo.

–Hay situaciones de bastante crueldad –siempre contadas con humor– y de ternura en tus libros. ¿También en tu vida hay ternura y crueldad?

–No hay ternura sin crueldad. Una persona tierna tiene muchos rasgos crueles. Alguien tierno sabe lo que es el dolor por experiencia propia y no puede evitar, y hasta le gusta, herir a otras personas. Solo la gente insensible puede ejercer la crueldad sin ser cruel.

–¿Confiás en vos misma, en tu literatura, en tu capacidad de seducción?

–La seducción viene con la práctica. La gente me dice que soy seductora. Y no confío. Uno no puede confiar demasiado en nada ni en nadie. Ya te lo dije cuando hablé del amor. El sexo es distinto. A mí siempre me interesó el sexo y el amor. Cuando tenía veinte años me decía: "Ay, cuándo tendré cuarenta o cincuenta para no enamorarme más, para no desear más a nadie, para vivir tranquila, sin preocupaciones, sin celos, sin angustias, sin ansiedad". Llegué a los cuarenta, a los cincuenta, y seguí enamorándome y deseando a la gente hermosa. Es terrible. Ahora el sexo me resulta tan interesante como cuando era chica y acababa de descubrirlo. A mí me importó siempre. Ahora también. ¿Cómo puede dejar de importar? Es una condena y un placer.

¿Por qué la elegimos?

Misteriosa y encantadora, Silvina Ocampo sigue siendo, a pesar de todo el reconocimiento del que goza su obra, uno de los secretos mejor guardados de la literatura argentina. Fue hermana de Victoria Ocampo y mujer de Adolfo Bioy Casares, pero sus libros se destacan por una imaginación originalísima que no depende de nadie y que llevó a que recientemente The New York Review of Books la señalara, al ser traducida al inglés, como "una de las grandes maestras del cuento del siglo XX". Reacia a las entrevistas, prefería el tono de la conversación íntima, que le permitía rememorar su vida con un humor único, engañosamente infantil.

Hugo Beccacece

martes, 9 de mayo de 2023

495. HOMBRE DE LA ESQUINA ROSADA




HOMBRE DE LA ESQUINA ROSADA (En Historia universal de la infamia, 1935) de Jorge Luis Borges (1899-1986)

A Enrique Amorim (uruguayo, 1900-1960)

en HombHOMBRE DE LA ESQUINA ROSADA (En Historia universal de la infamia, 1935) de Jorge Luis Borges (1899-A Enrique Amorim (uruguayo, 1900-1A mí, tan luego, hablarme del finado FRANCISCO REAL. Yo lo conocí, y eso que estos no eran sus barrios porque él sabía tallar más bien por el Norte, por esos laos de la laguna de Guadalupe y la Batería. Arriba de tres veces no lo traté, y esas en una misma noche, pero es noche que no se me olvidará, como que en ella vino la LUJANERA porque sí, a dormir en mi rancho y ROSENDO JUÁREZ dejó, para no volver, el Arroyo. A ustedes, claro que les falta la debida esperiencia para reconocer ese nombre, pero ROSENDO JUÁREZ EL PEGADOR, era de los que pisaban más fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo, era uno de los hombres de don Nicolás Paredes, que era uno de los hombres de Morel. Sabía llegar de lo más paquete al quilombo, en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y los perros lo respetaban y las chinas también; nadie inoraba que estaba debiendo dos muertes; usaba un chambergo alto, de ala finita, sobre la melena grasienta; la suerte lo mimaba, como quien dice. Los mozos de la Villa le copiábamos hasta el modo de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustró la verdadera condición de Rosendo.

 

Parece cuento, pero la historia de esa noche rarísima empezó por un placero insolente de ruedas coloradas, lleno hasta el tope de hombres, que iba a los barquinazos por esos callejones de barro duro, entre los hornos de ladrillos y los huecos, y dos de negro, dele guitarriar y aturdir, y el del pescante que les tiraba un fustazo a los perros sueltos que se le atravesaban al moro, y un emponchado iba silencioso en el medio, y ese era el CORRALERO de tantas mentas, y el hombre iba a peliar y a matar. La noche era una bendición de tan fresca; dos de ellos iban sobre la capota volcada, como si la soledá juera un corso. Ese jue el primer sucedido de tantos que hubo, pero recién después lo supimos. Los muchachos estábamos dende temprano en el SALÓN DE JULIA, que era un galpón de chapas de cinc, entre el camino de Gauna y el Maldonado. Era un local que usté lo divisaba de lejos, por la luz que mandaba a la redonda el farol sinvergüenza, y por el barullo también. La Julia, aunque de humilde color, era de lo más conciente y formal, así que no faltaban musicantes, güen beberaje y compañeras resistentes pal baile. Pero la Lujanera, que era la mujer de Rosendo, las sobraba lejos a todas. Se murió, señor, y digo que hay años en que ni pienso en ella, pero había que verla en sus días, con esos ojos. Verla, no daba sueño.

La caña, la milonga, el hembraje, una condescendiente mala palabra de boca de Rosendo, una palmada suya en el montón que yo trataba de sentir como una amistá: la cosa es que yo estaba lo más feliz. Me tocó una compañera muy seguidora, que iba como adivinándome la intención. El tango hacía su voluntá con nosotros y nos arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos volvía a encontrar. En esa diversión estaban los hombres, lo mismo que en un sueño, cuando de golpe me pareció crecida la música, y era que ya se entreveraba con ella la de los guitarreros del coche, cada vez más cercano. Después, la brisa que la trajo tiró por otro rumbo, y volví a atender a mi cuerpo y al de la compañera y a las conversaciones del baile. Al rato largo llamaron a la puerta con autoridá, un golpe y una voz. En seguida un silencio general, una pechada poderosa a la puerta y el hombre estaba adentro. El hombre era parecido a la voz.

Para nosotros no era todavía Francisco Real, pero sí un tipo alto, fornido, trajeado enteramente de negro, y una chalina de un color como bayo, echada sobre el hombro. La cara recuerdo que era aindiada, esquinada.

Me golpeó la hoja de la puerta al abrirse. De puro atolondrado me le jui encima y le encajé la zurda en la facha, mientras con la derecha sacaba el cuchillo filoso que cargaba en la sisa del chaleco, junto al sobaco izquierdo. Poco iba a durarme la atropellada. El hombre, para afirmarse, estiró los brazos y me hizo a un lado, como despidiéndose de un estorbo. Me dejó agachado detrás, todavía con la mano abajo del saco, sobre el arma inservible. Siguió como si tal cosa, adelante. Siguió, siempre más alto que cualquiera de los que iba desapartando, siempre como sin ver. Los primeros —puro italianaje mirón— se abrieron como abanico, apurados. La cosa no duró. En el montón siguiente ya estaba el Inglés esperándolo, y antes de sentir en el hombro la mano del forastero, se le durmió con un planazo que tenía listo. Jue ver ese planazo y jue venírsele ya todos al humo. El establecimiento tenía más de muchas varas de fondo, y lo arriaron como un cristo, casi de punta a punta, a pechadas, a silbidos y a salivazos. Primero le tiraron trompadas, después, al ver que ni se atajaba los golpes, puras cachetadas a mano abierta o con el fleco inofensivo de las chalinas, como riéndose de él. También, como reservándolo pa Rosendo, que no se había movido para eso de la paré del fondo, en la que hacía espaldas, callado. Pitaba con apuro su cigarrillo, como si ya entendiera lo que vimos claro después. El Corralero fue empujado hasta él, firme y ensangrentado, con ese viento de chamuchina pifiadora detrás. Silbando, chicoteado, escupido, recién habló cuando se enfrentó con Rosendo. Entonces lo miró y se despejó la cara con el antebrazo y dijo estas cosas:

—Yo soy FRANCISCO REAL, UN HOMBRE DEL NORTE. Yo soy Francisco Real, que le dicen el CORRALERO. Yo les he consentido a estos infelices que me alzaran la mano, porque lo que estoy buscando es un hombre. Andan por ahí unos bolaceros diciendo que en estos andurriales hay uno que tiene mentas de cuchillero, y de malo, y que le dicen el PEGADOR. Quiero encontrarlo pa que me enseñe a mí, que soy naides, lo que es un hombre de coraje y de vista.

Dijo esas cosas y no le quitó los ojos de encima. Ahora le relucía un cuchillón en la mano derecha, que en fija lo había traído en la manga. Alrededor se habían ido abriendo los que empujaron, y todos los mirábamos a los dos, en un gran silencio. Hasta la jeta del mulato ciego que tocaba el violín, acataba ese rumbo.

En eso, oigo que se desplazaban atrás, y me veo en el marco de la puerta seis o siete hombres, que serían la barra del Corralero. El más viejo, un hombre apaisanado, curtido, de bigote entrecano, se adelantó para quedarse como encandilado por tanto hembraje y tanta luz, y se descubrió con respeto. Los otros vigilaban, listos para dentrar a tallar si el juego no era limpio.

¿Qué le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba pisotiando a ese balaquero? Seguía callado, sin alzarle los ojos. El cigarro no sé si lo escupió o si se le cayó de la cara. Al fin pudo acertar con unas palabras, pero tan despacio que a los de la otra punta del salón no nos alcanzó lo que dijo. Volvió FRANCISCO REAL a desafiarlo y él a negarse. Entonces, el más muchacho de los forasteros silbó. La LUJANERA lo miró aborreciéndolo y se abrió paso con la crencha en la espalda, entre el carreraje y las chinas, y se jue a su hombre y le metió la mano en el pecho y le sacó el cuchillo desenvainado y se lo dio con estas palabras:

—Rosendo, creo que lo estarás precisando.

A la altura del techo había una especie de ventana alargada que miraba al arroyo. Con las dos manos recibió Rosendo el cuchillo y lo filió como si no lo reconociera. Se empinó de golpe hacia atrás y voló el cuchillo derecho y fue a perderse ajuera, en el Maldonado. Yo sentí como un frío.

—De asco no te carneo —dijo el otro, y alzó, para castigarlo, la mano. Entonces la Lujanera se le prendió y le echó los brazos al cuello y lo miró con esos ojos y le dijo con ira:

—Dejalo a ese, que nos hizo creer que era un hombre.

Francisco Real se quedó perplejo un espacio y luego la abrazó como para siempre y les gritó a los musicantes que le metieran tango y milonga y a los demás de la diversión, que bailáramos. La milonga corrió como un incendio de punta a punta. Real bailaba muy grave, pero sin ninguna luz, ya pudiéndola. Llegaron a la puerta y gritó:

—¡Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo dormida!

Dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada del tango, como si los perdiera el tango.

Debí ponerme colorao de vergüenza. Dí unas vueltitas con alguna mujer y la planté de golpe. Inventé que era por el calor y por la apretura y jui orillando la paré hasta salir. Linda la noche, ¿para quién? A la vuelta del callejón estaba el placero, con el par de guitarras derechas en el asiento, como cristianos. Dentré a amargarme de que las descuidaran así, como si ni pa recoger changangos sirviéramos. Me dio coraje de sentir que no éramos naides. Un manotón a mi clavel de atrás de la oreja y lo tiré a un charquito y me quedé un espacio mirándolo, como para no pensar en más nada. Yo hubiera querido estar de una vez en el día siguiente, yo me quería salir de esa noche. En eso, me pegaron un codazo que jue casi un alivio. Era Rosendo, que se escurría solo del barrio.

—Vos siempre has de servir de estorbo, PENDEJO —me rezongó al pasar, no sé si para desahogarse, o ajeno. Agarró el lado más oscuro, el del Maldonado; no lo volví a ver más.

Me quedé mirando esas cosas de toda la vida —cielo hasta decir basta, el arroyo que se emperraba solo ahí abajo, un caballo dormido, el callejón de tierra, los hornos— y pensé que yo era apenas otro yuyo de esas orillas, criado entre las flores de sapo y las osamentas. ¿Qué iba a salir de esa basura sino nosotros, gritones pero blandos para el castigo, boca y atropellada no más? Sentí después que no, que el barrio cuanto más aporriao, más obligación de ser guapo. ¿Basura? La milonga dele loquiar, y dele bochinchar en las casas, y traía olor a madreselvas el viento. Linda al ñudo la noche. Había de estrellas como para marearse mirándolas, una encima de otras. Yo forcejiaba por sentir que a mí no me representaba nada el asunto, pero la cobardía de Rosendo y el coraje insufrible del forastero no me querían dejar. Hasta de una mujer para esa noche se había podido aviar el hombre alto. Para esa y para muchas, pensé, y tal vez para todas, porque la LUJANERA era cosa seria. Sabe Dios qué lado agarraron. Muy lejos no podían estar. A lo mejor ya se estaban empleando los dos, en cualesquier cuneta.

Cuando alcancé a volver, seguía como si tal cosa el bailongo.

Haciéndome el chiquito, me entreveré en el montón, y vi que alguno de los nuestros había rajado y que los norteros tangueaban junto con los demás. Codazos y encontrones no había, pero sí recelo y decencia. La música parecía dormilona, las mujeres que tangueaban con los del Norte, no decían esta boca es mía.

Yo esperaba algo, pero no lo que sucedió.

Ajuera oímos una mujer que lloraba y después la voz que ya conocíamos, pero serena, casi demasiado serena, como si ya no juera de alguien, diciéndole:

—Entrá, m’hija —y luego otro llanto. Luego la voz como si empezara a desesperarse.

—¡Abrí te digo, abrí gaucha arrastrada abrí, perra! —se abrió en eso la puerta tembleque, y entró la LUJANERA, sola. Entró mandada, como si viniera arreándola alguno.

—La está mandando un ánima —dijo el Inglés.

—Un muerto, amigo —dijo entonces el Corralero. El rostro era como de borracho. Entró, y en la cancha que le abrimos todos, como antes, dio unos pasos marcados —alto, sin ver— y se fue al suelo de una vez, como poste. Uno de los que vinieron con él, lo acostó de espaldas y le acomodó el ponchito de almohada. Esos ausilios lo ensuciaron de sangre. Vimos entonces que traiba una herida juerte en el pecho; la sangre le encharcaba y ennegrecía un lengue punzó que antes no le oservé, porque lo tapó la chalina. Para la primera cura, una de las mujeres trujo caña y unos trapos quemados. El hombre no estaba para esplicar. La Lujanera lo miraba como perdida, con los brazos colgando. Todos estaban preguntándose con la cara y ella consiguió hablar. Dijo que luego de salir con el Corralero, se jueron a un campito, y que en eso cae un desconocido y lo llama como desesperado a pelear y le infiere esa puñalada y que ella jura que no sabe quién es y que no es Rosendo. ¿Quién le iba a creer?

El hombre a nuestros pies se moría. Yo pensé que no le había temblado el pulso al que lo arregló. El hombre, sin embargo, era duro. Cuando golpeó, la Julia había estao cebando unos mates y el mate dio la vuelta redonda y volvíó a mi mano, antes que falleciera. “Tápenme la cara”, dijo despacio, cuando no pudo más. Solo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía. Alguien le puso encima el chambergo negro, que era de copa altísima. Se murió abajo del chambergo, sin queja. Cuando el pecho acostado dejó de subir y bajar, se animaron a descubrirlo. Tenía ese aire fatigado de los difuntos; era de los hombres de más coraje que hubo en aquel entonces, dende la Batería hasta el Sur; en cuanto lo supe muerto y sin habla, le perdí el odio.

—Para morir no se precisa más que estar vivo —dijo una del montón, y otra, pensativa también:

—Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar moscas.

Entonces los norteros jueron diciéndose una cosa despacio y dos a un tiempo la repitieron juerte después.

—Lo mató la mujer.

Uno le gritó en la cara si era ella, y todos la cercaron. Ya me olvidé que tenía que prudenciar y me les atravesé como luz. De atolondrado, casi pelo el fiyingo. Sentí que muchos me miraban, para no decir todos. Dije como con sorna:

—Fijensén en las manos de esa mujer. ¿Qué pulso ni que corazón va a tener para clavar una puñalada?

Añadí, medio desganado de guapo:

—¿Quién iba a soñar que el finao, que asegún dicen, era malo en su barrio, juera a concluir de una manera tan bruta y en un lugar tan enteramente muerto como este, ande no pasa nada, cuando no cae alguno de ajuera para distrairnos y queda para la escupida después?

El cuero no le pidió biaba a ninguno.

En eso iba creciendo en la soledá un ruido de jinetes. Era la policía. Quien más, quien menos, todos tendrían su razón para no buscar ese trato, porque determinaron que lo mejor era traspasar el muerto al arroyo. Recordarán ustedes aquella ventana alargada por la que pasó en un brillo el puñal. Por ahí paso después el hombre de negro. Lo levantaron entre muchos y de cuantos centavos y cuanta zoncera tenía lo aligeraron esas manos y alguno le hachó un dedo para refalarle el anillo. Aprovechadores, señor, que así se le animaban a un pobre dijunto indefenso, después que lo arregló otro más hombre. Un envión y el agua torrentosa y sufrida se lo llevó. Para que no sobrenadara, no sé si le arrancaron las vísceras, porque preferí no mirar. El de bigote gris no me quitaba los ojos. La Lujanera aprovechó el apuro para salir.

Cuando echaron su vistazo los de la ley, el baile estaba medio animado. El ciego del violín le sabía sacar unas habaneras de las que ya no se oyen. Ajuera estaba queriendo clariar. Unos postes de ñandubay sobre una lomada estaban como sueltos, porque los alambrados finitos no se dejaban divisar tan temprano.

YO me fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres cuadras. Ardía en la ventana una lucecita, que se apagó en seguida. De juro que me apuré a llegar, cuando me di cuenta. Entonces, BORGES, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba ni un rastrito de sangre.

HISTORIA DE LA PUBLICACIÓN Una versión del cuento fue publicada por primera vez con el nombre de "Leyenda policial" en la revista Martín Fierro del 26 de febrero de 1927. Una segunda versión integró el volumen de El idioma de los argentinos en 1928 con el nombre de "Hombres pelearon" y una tercera se publicó como Hombres de las orillas en el diario Crítica del 16 de septiembre de 1933. La versión final con su nombre definitivo integró el volumen HISTORIA UNIVERSAL DE LA INFAMIA, que se publicó en 1935.

El cuento ha sido adaptado a obras de teatro, películas y obras musicales, utiliza el LENGUAJE ORILLERO como lo llamaba Borges.


Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...